los duques; don Alfonso sentado en un sillon, con la vista algo baja, un poco molesto, como si con anterioridad a la llegada del morisco se hubiera tenido que plegar a las exigencias de su esposa. Al contrario que el duque, dona Lucia le esperaba en pie, soberbia, vestida de negro hasta el cuello por el que asomaban unas delicadas puntillas blancas. Hernando no pudo evitar compararla con las mujeres musulmanas, recatadas y ocultas ante los extranos. A diferencia de ellas, y como todas las nobles cristianas, dona Lucia se mostraba a la gente, aunque, como cualquier dama recatada, trataba de esconder sus atractivos: se fajaba los pechos despues de apretarlos con unas laminillas de plomo e intentaba que su tez tuviera un tono macilento, para lo cual ingeria con regularidad tierra arcillosa.

—?Hernando, no podemos...! —El duque carraspeo; dona Lucia suspiro y suavizo su tono—. Hernando..., al duque y a mi nos complaceria mucho que te instruyeras en los buenos modales.

Le asignaron al mayor de los parientes que vivian en palacio, un peripuesto hidalgo llamado Sancho, primo del duque, que acepto a reganadientes el encargo. Durante casi un ano, don Sancho le enseno como utilizar la cuberteria, como comportarse en publico y como vestir; incluso se empeno en tratar de corregir la diccion del aljamiado de Hernando que, como todos los moriscos, adolecia de ciertos defectos foneticos, entre ellos la tendencia a convertir las eses en equis y viceversa.

Aguanto estoicamente las clases que cada dia le impartia don Sancho. En esa epoca, el desanimo de Hernando era tal que ni siquiera llegaba a plantearse la humillacion de ser tratado como un nino; simplemente obedecia sin pensar, hasta que un dia el hidalgo, alegre, como si aquello le complaciese, le propuso que aprendiera a danzar.

—Pasos —anuncio en voz alta al tiempo que andaba con afectacion por el salon en el que estudiaban—, floretas, saltos, encajes, campanelas —recito don Sancho al tiempo que brincaba con torpeza y trazaba un circulo con un pie—, cabriolas. —Con las cabriolas, Hernando le dio la espalda y abandono la estancia en silencio—. Cuatropeados —escucho que cantaba el hidalgo en la estancia—, giradas...

Despues de ese dia, dona Lucia considero que el morisco ya podia convivir con ellos; entendio que dificilmente se veria en la tesitura de tener que acreditar sus dotes en el arte de la danza y dio por finalizada su instruccion. Pese a ello, sus nuevos modales no variaron el rechazo que sufria en palacio cuando don Alfonso no estaba presente.

La noche del viernes en que Hernando confeso a Arbasia que el no podia encontrar a Dios en sus imagenes, cenaron en palacio pescado fresco traido por los playeros del Guadalquivir. En los dias de abstinencia, las conversaciones de los catorce comensales eran bastante mas parcas y serias que cuando degustaban carnes y tocino, y era sabido que muchos de ellos, entre los que cabia incluir al sacerdote, acudian despues a las cocinas a hacerse con pan, jamon y morcillas. Durante la cena, Hernando no presto atencion a las palabras que se cruzaron los hidalgos, el capellan o dona Lucia, que presidia majestuosamente la larga mesa. Estos, a su vez, tampoco le hacian el menor caso.

Deseaba irse a la biblioteca, donde se refugiaba todas las noches entre los casi tres centenares de libros acumulados por don Alfonso, y asi lo hizo tan pronto la duquesa dio por finalizada la cena. Por fortuna para el, habia quedado excluido de las largas veladas nocturnas en las que se leian libros en voz alta o se cantaba. Cruzo diversas estancias y dos patios antes de llegar al que llamaban patio de la biblioteca, tras el que se hallaba la gran sala de lectura. Llevaba varios dias enfrascado en la lectura de La Araucana, cuya primera parte habia sido publicada quince anos antes, pero esa noche no tenia intencion de continuar con aquel interesante libro. Las palabras que esa tarde habia pronunciado Arbasia, citando a Leonardo da Vinci y hablando de buscar a Dios en las imagenes, le habian hecho pensar en otras que en su dia le dirigiera don Julian en el silencio de aquella misma

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