cuidadosamente. Contemplo los destellos rojizos del sol crepuscular, se quito la capa y se postro sobre ella, pero cuando iniciaba las oraciones, se le formo un nudo en la garganta y rompio a llorar. Sollozo mientras trataba de cantar las suras hasta que el color ceniciento del cielo le indico que era momento de poner fin a la oracion de la noche.

Entonces se levanto, rebusco entre sus ropas y extrajo una carta escrita con tinta de azafran: la «carta de la muerte», aquella por la que se recompensaria al fallecido a la hora de pesar sus acciones en la balanza divina.

Escarbo con sus manos alli donde supuso que debia de estar la cabeza del nino y enterro la carta.

—No pudimos acompanar tu muerte con esta carta —susurro mientras la tapaba con tierra—. Dios lo entendera. Permiteme que incluya en ella oraciones por tu madre y por los hermanos a los que no llegaste a conocer.

Igual que todas las poblaciones que habian atravesado en el camino que nacia en Lanjaron, ante cuya ruinosa fortaleza Hernando no pudo evitar pensar en la espada de Muhammad enterrada a los pies de su torre, Ugijar, la capital de las Alpujarras, aparecia casi despoblada. Los gallegos y castellanos llegados para reemplazar a los moriscos expulsados no eran suficientes para repoblar la zona, y casi una cuarta parte de los pueblos fueron abandonados. La sensacion de libertad al paso por el valle, con las cumbres de Sierra Nevada a su izquierda y la Contraviesa a su derecha, se vio enturbiada ante las casas cerradas y derruidas.

Pero, pese al abandono en que se hallaba sumido el pueblo, Hernando disfruto con nostalgia de cada arbol, cada animal, cada riachuelo y cada roca del camino; sus ojos recorrian sin cesar el paisaje y los recuerdos se le agolpaban en la mente, mientras don Sancho y los criados no cesaban de quejarse, sin esconder la repugnancia que les causaba la pobreza de tierras y gentes.

Habian transcurrido cerca de dos meses desde que el duque le hablo de su mision hasta que llego el momento de la partida. Durante ese plazo, Hernando hablo con Juan Marco, el maestro tejedor en cuyo taller trabajaba Aisha. Se conocian. En alguna ocasion habia acudido al taller y conversado con el; se trataba de un arrogante tejedor de terciopelos, rasos y damascos que se consideraba por encima de quienes, en su mismo gremio, trataban con otra clase de telas: sederos, toqueros, hiladores, e incluso de los demas tejedores «menores», los tafetaneros. El maestro no escondia su interes en poder llegar a vender en la casa del duque de Monterreal.

—Aumentale el jornal —le insto Hernando una tarde. Habia esperado, escondido en una esquina cercana al taller, a que la silueta de su madre se perdiera en la calle. A partir de la discusion, Aisha no admitia ayuda alguna por parte de su hijo.

—?Por que deberia hacerlo? —solto el maestro—. Tu madre conoce el producto, como muchas granadinas, pero nunca ha llegado a tejer. Las ordenanzas me impiden encargarle ningun trabajo que no sea el de ayudar...

—De todas formas, aumentaselo. Ademas, nada te costara. —Entonces puso en su mano tres escudos de oro.

—?Es facil para ti decirlo! No sabes como son estas mujeres: si le subo el sueldo a una, las otras se me echaran encima como lobas...

Hernando suspiro. El tejedor se hacia de rogar.

—Nadie debe enterarse; solo ella. Si cumples, intercedere ante el duque para que se interese por tus productos —dijo Hernando, mirandole directamente a los ojos.

La promesa de Hernando, junto a los escudos de oro, convencieron al tejedor, que sin embargo se quedo con la ultima pregunta en la boca:

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