reservado con una actitud de agradecimiento hacia Hernando que sorprendio incluso al servicio de la casa. Se trataba de un hombre bajito, de rostro redondo y facciones blandas, entrado en carnes, siempre vestido de negro y que media una cabeza por debajo de su esposa, por la que mostraba adoracion. Distinguio a su huesped con un sobrio dormitorio en la segunda planta del carmen, junto a los del matrimonio, con acceso a una terraza que daba a los jardines, frente a la Alhambra. Don Sancho fue acomodado en el mismo piso, en una zona cercana a la de los ninos, al otro lado de un largo pasillo lleno de recovecos que cruzaba la mansion.
Sin embargo, la presencia de Hernando no vario los habitos de don Ponce, que se volcaba en su trabajo como si en el encontrase el reconocimiento que no obtenia junto a la protegida de un grande de Espana y que con solo un movimiento de su mano, una sonrisa o una palabra, eclipsaba al pequeno juez. Don Sancho, por su parte, solicito permiso a la anfitriona para perderse por Granada en busca de la compania de parientes y conocidos. Hernando, pues, pasaba los dias en el carmen, junto a Isabel y sus hijos.
Con el permiso del oidor, durante las primeras jornadas Hernando uso el escritorio que este tenia en la planta baja para escribir al duque e informarle del resultado de sus averiguaciones.
«Cabria establecer una alcaiceria en Ugijar», propuso despues de advertir del perezoso caracter de las gentes y de los problemas con que se topo en sus paseos por las Alpujarras. «De esta forma, los lugarenos no tendrian que malvender sus sedas en Granada, como al parecer hoy se ven obligados a hacer. Con ello se ahorrarian los gastos del viaje hasta la ciudad, y tampoco afectaria a los numerosos telares de Granada, puesto que se surten de la seda de otros muchos lugares ademas de la de las Alpujarras...»
Unas risas infantiles le distrajeron de su trabajo. Hernando se levanto del sencillo escritorio de madera labrada del oidor y se acerco a una puerta de doble hoja, entreabierta para que entrase la brisa procedente del jardin principal del carmen: un pedazo de tierra largo y estrecho que se abria en uno de los costados del edificio al nivel de la planta baja. En su centro, ocupando toda su extension, habia un estanque alimentado por numerosas fuentes dispuestas a intervalos en sus lados. El jardin estaba cubierto por emparrados sostenidos por arcos que en aquella epoca primaveral estaban tupidos, asi que encerraban un fresco y agradable tunel que finalizaba en una glorieta. Junto a las bases de los emparrados estaban dispuestos bancos de obra desde los que contemplar los numerosos chorros de agua que se alzaban en el aire antes de caer al estanque.
Hernando se apoyo contra una de las hojas de la puerta. En uno de los bancos estaba sentada Isabel con un bordado en su regazo. Miraba sonriente las correrias de sus hijos, que intentaban escapar de los cuidados del aya. Un rayo de sol que se filtraba a traves del emparrado iluminaba su figura en la umbria del frondoso tunel. Hernando la contemplo, vestida con su acostumbrado traje negro: su cabello pajizo, el mismo que llamo su atencion anos atras y la salvo de la esclavitud, hacia destacar unas facciones dulces y agradables, unos labios carnosos, el cuello largo bajo su pelo recogido y unos pechos generosos que pugnaban con el vestido que los oprimia; cintura estrecha y caderas grandes, el cuerpo voluptuoso de una joven madre de tres hijos. El sol se reflejo en su mano cuando Isabel la extendio para indicarle a Gonzalico que no se acercase tanto al estanque. Hernando siguio el movimiento de aquella mano blanca y delicada y se quedo prendado de ella. Luego observo al nino, pero este volvia a correr delante del aya, sin hacer caso a su madre. Un inquietante cosquilleo recorrio la espalda de Hernando cuando se volvio hacia Isabel: sus ojos castanos se mantenian fijos en el. Su respiracion se acelero al percibir como los senos de Isabel se agitaban bajo el «carton de pecho» que los aprisionaba. ?Que estaba sucediendo? Turbado, aguanto su mirada unos instantes, seguro de que desviaria la atencion a los ninos o al bordado, pero ella no cedio. En el momento en que empezaba a sentir como el cosquilleo descendia hasta su entrepierna, abandono