con brusquedad el lugar, busco a uno de los criados y le ordeno que embridase a Volador.
Una semana mas tarde, don Ponce y su esposa organizaron una fiesta en honor de su invitado. Durante esos siete dias, mientras trabajaba por las mananas, Hernando, de espaldas a las puertas, trato de concentrarse en el informe del duque y hacer caso omiso de las risas que parecian llamarle desde el jardin.
Establecer una feria franca anual para que los alpujarrenos pudieran vender sus mercaderias... Habilitar un puerto... Plantar morales y vinas... Permitir que los lugarenos pudieran vender las tierras adjudicadas... Organizar la justicia en la zona... Reprimiendo el instinto que le movia a volverse hacia el jardin para ver a Isabel, desarrollo todas y cada una de las ideas que se le ocurrieron a fin de promover el comercio en la zona y asi posibilitar un aumento de las rentas reales. Pero lo cierto es que trabajaba con lentitud, se sentia cansado. No dormia bien. Durante las noches, cada ruido que escuchaba desde el dormitorio de dona Isabel retumbaba en su habitacion. Sin quererlo, sin poder evitarlo, se encontro aguzando el oido, conteniendo la respiracion para escuchar los murmullos al otro lado de la pared; hasta creyo oir el roce de las sabanas y el crujir de la madera de la cama, seguramente adoselada, cuando Isabel cambiaba de postura. Porque tenia que ser ella; en momento alguno de sus tortuosas noches pudo imaginar que cualquiera de aquellos sonidos provinieran del juez. A veces pensaba en Fatima y se le encogia el estomago, como la primera vez que tras su muerte habia acudido a la mancebia, pero al cabo de unos instantes volvia a descubrirse pendiente de la habitacion contigua. Sin embargo, durante el dia, a la luz del sol, se esforzaba por evitar a Isabel, entre avergonzado e incomodo.
La misma manana del dia de la fiesta logro poner punto final a su informe, en el que en carta aparte comunicaba al duque su estancia en casa de don Ponce de Hervas y de su esposa Isabel. Como no disponia de sello, pidio al oidor que lo lacrase con el suyo y, aprovechando una expedicion que segun don Ponce iba a partir hacia Madrid, despacho a uno de los criados con el encargo.
La fiesta estaba prevista para el atardecer. Hernando y don Sancho, a cargo del oidor, fueron provistos de ropas nuevas acordes con el boato que este queria dar al acontecimiento. Parados en la entrada del carmen, como les rogo don Ponce, el hidalgo y Hernando esperaban a los invitados para ser presentados a ellos. Don Sancho no podia ocultar su nerviosismo.
—Tendrias que haber aprendido a danzar —le dijo, contemplandose con vanidad.
—?Campanela! —se burlo Hernando dando un saltito en el aire.
—El arte de la danza... —empezo a replicar el hidalgo.
Unos comedidos aplausos interrumpieron sus palabras.
—?Tambien sabes danzar? —se escucho de voz de una mujer.
Hernando se volvio. Isabel dejo de palmear y se dirigio hacia ellos erguida y altiva. Andaba a pasitos debido a los chapines de suela de corcho adornada con incrustaciones de plata y de una altura de cuatro dedos, que se entreveian bajo su falda. La mujer habia trocado el negro habitual por un traje de raso verde oscuro de dos piezas, acuchillado y picado con telas en diferentes tonalidades del mismo color. La pieza superior, que se iniciaba en una lechuguilla que le tapaba el cuello hasta las orejas, tenia forma de cono invertido, cuya punta se montaba sobre la falda verdugada que se abria en campana desde la cintura. El cono escondia un «carton de pecho» que presionaba sobre sus senos, quiza mas de lo