usual, ocultando la generosidad natural que se intuia otros dias. Sus pomulos resaltaban, coloreados con papel tintado en rojo, y sus ojos aparecian brillantes y delineados con una mezcla de antimonio disuelta en alcohol. Un magnifico collar de perlas realzaba el conjunto. Don Sancho desvio la mirada de Isabel, reganandose con una casi imperceptible negacion al percatarse de que su atencion superaba los limites de la cortesia. Luego intento advertir a Hernando llevando la mano a su antebrazo, pero ni siquiera consiguio que este cerrara la boca: observaba embobado a la mujer que caminaba hacia ellos.

—?Sabes danzar? —repitio Isabel ya a su lado.

—No... —titubeo envuelto en el aroma del perfume que acompanaba a aquella encantadora figura.

—No quiso aprender —intervino el hidalgo, procurando romper el hechizo, consciente de las miradas que de reojo les dirigian algunos de los criados ataviados con libreas coloradas que esperaban a los invitados.

Isabel contesto a don Sancho con una ligera inclinacion de cabeza y una leve sonrisa. Solo un paso separaba su rostro del de Hernando.

—Es una lastima —musito la mujer—. Seguro que a muchas damas les complaceria que las sacaras a bailar esta noche.

Se hizo un silencio espeso, casi palpable, que don Sancho rompio de repente.

—?Don Ponce! —exclamo el hidalgo. Isabel se volvio, azorada—. Me habia parecido verle —se excuso don Sancho ante la expresion con que le interrogo ella al no ver a su esposo.

—Disculpadme —dijo Isabel, escondiendo su turbacion tras cierta brusquedad—. Aun tengo cosas que hacer antes de que lleguen los invitados.

—?Que pretendes mirando asi a una dama? —le regano en un susurro don Sancho cuando Isabel se hubo alejado de ambos—. ?Es la esposa del oidor!

Hernando se limito a abrir las manos. ?Que pretendia?, se pregunto a su vez. Lo ignoraba, solo sabia que, por primera vez en anos, se habia sentido hechizado.

Hernando y don Sancho, junto al oidor e Isabel, superaron el besamanos y las presentaciones de cerca de un centenar de personas que aceptaron encantadas la invitacion del rico e importante juez granadino: companeros de don Ponce, canonigos catedralicios, inquisidores, sacerdotes y frailes, el corregidor de Granada y varios veinticuatros del cabildo municipal, caballeros de diversas ordenes, nobles, hidalgos y escribanos. Hernando recibio tantas felicitaciones y agradecimientos como personas circularon por delante de el. Don Sancho permanecia a su lado, intentando infructuosamente terciar en las conversaciones, hasta que el morisco, consciente de su desesperacion, trato de darle oportunidad:

—Os presento a don Sancho de Cordoba, primo del duque de Monterreal —le dijo a quien le anunciaron como el parroco de la iglesia de San Jose.

El cura saludo al hidalgo con una inclinacion de cabeza y ahi termino su interes en el.

—Me siento dichoso —afirmo, dirigiendose a Hernando— por conocer a quien salvo a dona Isabel del martirio a manos de los herejes. Se de vuestras hazanas con don Alfonso de Cordoba y muchos otros cristianos. —Hernando trato de ocultar su sorpresa. Desde su llegada a Granada, muchos habian sido los rumores de liberaciones que se sumaron a las dos unicas actuaciones que verdaderamente se podia atribuir—. Dona Isabel —continuo el sacerdote llamando la atencion de la mujer— es una de mis feligresas mas piadosas, podria decir que la que mas, y todos nos sentimos felices de que salvarais su alma para el Senor.

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