Hernando miro a su anfitriona, que aceptaba los halagos con humildad.
—He hablado con algunos de los canonigos de la catedral —prosiguio el sacerdote— y nos gustaria proponeros cierto asunto. Estoy seguro de que el dean, que segun tengo entendido compartira mesa con vos, os hablara de ello.
Despues de escuchar al parroco de San Jose, Hernando permanecio distraido mientras los demas personajes discurrian por delante de el. ?De que asunto se trataria? ?Que podian querer de el los miembros del cabildo catedralicio?
No tardo en enterarse. Efectivamente, fue invitado a ocupar un lugar de honor en la larga mesa principal, instalada en uno de los corredores emparrados del jardin principal, entre don Ponce y el corregidor de la ciudad; enfrente se sentaban Juan de Fonseca, dean de la catedral, y dos veinticuatros de Granada que ostentaban los titulos de marques y conde. Mas alla, el resto de los invitados, acomodados por orden de preeminencia. En el corredor del otro lado del estanque se dispuso una mesa gemela en la que Hernando distinguio a don Sancho, que departia animadamente con los demas comensales. Ademas de aquellas dos, se repartieron otras muchas por los jardines y huertos abancalados del carmen que descendian por la ladera. En unas cenaban los hombres, la mayoria vestidos de negro riguroso segun las normas tridentinas, y en otras las mujeres, compitiendo entre si en boato y belleza. En la glorieta que cerraba el jardin principal, un grupo de musica compuesto por un sacabuche, una corneta y una chirimia, dos flautas, un timbal y una vihuela, amenizaba la noche fresca, clara y estrellada.
Mientras daban cuenta de las perdices y capones rellenos que les sirvieron como primer plato, Hernando tuvo que satisfacer la curiosidad de los huespedes de don Ponce, y fue asediado a preguntas acerca del cautiverio y fuga del duque don Alfonso de Cordoba y alguna que otra, mas comedida y prudente, sobre la esposa del oidor.
—Tengo entendido —tercio uno de los veinticuatros mientras mordisqueaba el ala de una perdiz— que, ademas de al duque y a dona Isabel, ayudasteis a mas cristianos.
La pregunta quedo flotando en el aire justo en el momento en que la vihuela tocaba en solitario y uno de los musicos la acompanaba con una cancion sentimental. Hernando escucho el triste rasgueo del instrumento, parecido al de los laudes que amenizaban las fiestas moriscas.
—?Os acordais de quienes eran? —pregunto el corregidor, volviendose hacia el.
—Si, pero no en todos los casos —mintio. Habia preparado la respuesta al enterarse de los rumores sobre sus imaginarios favores a mas cristianos.
El veinticuatro dejo de mordisquear el ala y se produjo un incomodo silencio.
—?Quienes? —le apremio el dean catedralicio.
—Preferiria no decirlo. —En ese momento, incluso don Ponce, empenado en la pechuga de un capon, se volvio hacia el. ?Por que?, parecia preguntar con sus ojos. Hernando carraspeo antes de explicarse—: Algunos tuvieron que dejar atras a familiares y amigos. Los vi llorar mientras huian; amor y panico enfrentados en sus conciencias mientras luchaban por la supervivencia. Hubo uno que, cuando estaba ya libre y escondido, renuncio a escapar, prefiriendo volver y ser ejecutado junto a sus hijos. —Varios de los comensales que escuchaban asintieron con expresion seria, los labios apretados, alguno con los ojos cerrados—. No debo descubrir sus identidades —insistio—. De nada sirve ya. Las guerras... las guerras llevan a los hombres a olvidar sus principios y actuar segun sus instintos.
Sus palabras originaron mas asentimientos y un silencio que