inexpresivos, como si les hubiesen robado el alma y los sentimientos; se fijo en ellos y se vio reflejada en sus semblantes: obediencia y sumision.

El nuevo palacio que el gran corsario ordeno construir se levanto en la calle al-Metamar, sobre las inmensas e intrincadas cuevas calcareas subterraneas del monte Dersa, en el que se asentaba Tetuan. Las cuevas eran utilizadas como mazmorras en las que se encerraba a miles de cautivos cristianos. Durante el dia, cuando salia a comprar acompanada de los esclavos y se dirigia a alguna de las tres puertas de la ciudad, donde se asentaban los agricultores que traian sus productos de los campos extramuros, Fatima veia a los cautivos esforzarse bajo el latigo, descalzos, encadenados por los tobillos y vestidos con un simple saco de lana. Cerca de cuatro mil cristianos al permanente servicio de las necesidades de la ciudad.

Rodeada por esclavos y cautivos, todos sometidos, poco tardo en comprender que tampoco encontraria consuelo en sus paseos por la ciudad. Tetuan habia seguido el modelo de los pueblos de al-Andalus, pero evitando la mas minima influencia cristiana. Sus casas se alzaban como el mas claro exponente de la inviolabilidad del hogar familiar, y aparecian cerradas a las calles con las que lindaban, sin ventanas, balcones ni huecos. El sistema hereditario imperante llevaba a que los edificios se dividieran y subdividieran hasta dibujar un trazado caotico: las calles no eran mas que la proyeccion exterior de la propiedad privada, por lo que su espacio era anarquicamente ocupado por tiendas y todo tipo de actividades y edificaciones. Algunas construcciones sobrevolaban las calles mediante «tinaos», otras las cortaban o las interrumpian con caprichosos e inoportunos salientes en un alarde de convenios entre vecinos, generalmente familiares, sin que las autoridades intervinieran en modo alguno.

Fatima era una mera esclava en su lujoso palacio, pero fuera de el tampoco existia lugar alguno en el bastion corsario que pudiera ayudarle a evadirse de su fatal condicion, ni siquiera animicamente, ni siquiera durante unos instantes. Dios parecia haberse olvidado de ella. Tan solo en las plazas, alli donde confluian tres o mas calles, encontraba, si no sosiego espiritual, si algo de diversion en los titiriteros que cantaban o recitaban leyendas al compas del laud o que vendian a las gentes papelitos con extranas letras escritas prometiendo que curaban todos los males. Tambien se distraia con los encantadores de serpientes, que las llevaban colgando alrededor del cuello y en las manos al tiempo que hacian bailar a ridiculos monos a cambio de las monedas que mendigaban del publico. Alguna vez les premio con una de ellas. Pero por las noches, cuando sentia el munon de Brahim entre sus pechos, escuchaba con terrible nitidez los llantos y lamentos de los miles de cristianos que dormian bajo palacio y que se deslizaban al exterior por los agujeros que servian de ventilacion de las mazmorras subterraneas, la carcel que ocupaba gran parte del subsuelo de la medina.

«Algun dia sere libre —pensaba entonces—. Algun dia volveremos a estar juntos, Ibn Hamid.»

49

Al fin, Hernando cedio ante la insistencia de don Sancho y acudio a la casa de los Tiros, donde los Granada Venegas celebraban sus tertulias. Al atardecer de un dia de junio, ambos montaron a caballo y descendieron desde el Albaicin hasta el Realejo, el antiguo barrio judio del que se apoderaron los Reyes Catolicos tras la toma de Granada y la expulsion de los judios, y que se extendia en la margen izquierda del rio Darro, bajo la Alhambra. La casa de los Tiros se emplazaba frente al convento de los franciscanos y su iglesia junto a otra serie de palacios y casas nobles construidos en los solares de la derruida juderia.

A lo largo del trayecto, Hernando hizo caso omiso a la

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