las comunidades moriscas —adujo entonces Castillo—. De una u otra forma, todos apuestan por la confrontacion armada si no por la conversion verdadera; todos esperan la ayuda del turco, de los berberiscos o de los franceses. Creemos que no es esa la solucion. Nadie acudira en nuestra ayuda y si lo hicieran, si alguien se decidiese a ello, los cristianos nos aniquilarian; los moriscos seriamos los primeros en caer. Mientras tanto, y debido a esas actitudes, la convivencia degenera y se va haciendo mas dificil cada dia. Los moriscos valencianos y los aragoneses son levantiscos y en cuanto a los granadinos... ?no son mas que un pueblo sin tierra! Hace seis meses fueron expulsados de nuevo de Granada cerca de cuatro mil quinientos moriscos que habian retornado subrepticiamente al que fuera su hogar. Ya son muchas las voces que se alzan exigiendo la expulsion de Espana de todos los moriscos, o la adopcion de medidas mucho mas crueles y sanguinarias. Si continuamos asi...

—?Y que? —le interrumpio Hernando—. Soy consciente de que carecemos de oportunidades en un enfrentamiento armado contra los espanoles y de que, salvo un milagro, nadie va a acudir en nuestra ayuda, pero en ese caso solo nos resta la conversion que pretenden los cristianos.

—?No! —afirmo con contundencia Castillo—. Existe otra posibilidad.

—?Debemos volver a Cordoba!

Don Sancho irrumpio en el escritorio donde Hernando, por enesima vez, trataba de explicar los sucesos ocurridos en Juviles durante el levantamiento. Unos dias atras, despues de releer lo escrito, desecho y rompio los legajos. Alzo la vista de un papel que seguia en blanco desde que se habia sentado detras la escribania, hacia ya mas de una hora, y vio al hidalgo caminando hacia el con el rostro desencajado.

—?Por que? ?Que sucede? —se preocupo.

—?Que sucede? —grito don Sancho—. ?Dimelo tu! Estas en boca de la servidumbre de la casa. ?Has mancillado el honor de un oidor de la Real Cancilleria de Granada! Si don Ponce se enterase. . ?Como has osado? El rumor podria extenderse por la ciudad. ?No quiero ni pensarlo! ?Un juez! —Don Sancho se revolvio el escaso cabello cano que le cubria la cabeza—. Debemos irnos de aqui, volver a Cordoba ahora mismo.

—?Que es lo que se cuenta? —pregunto Hernando, simulando desinteres, en un esfuerzo por ganar tiempo.

—Tu deberias saberlo mejor que nadie: ?Isabel!

—Sentaos, don Sancho. —El hidalgo golpeo el aire con una mano y permanecio en pie, andando arriba y abajo junto al frontal de la mesa—. Os veo alterado y no alcanzo a comprender el motivo. Isabel y yo no hemos hecho nada malo —trato de convencerle—. No he mancillado el honor de nadie.

Don Sancho se detuvo, se apoyo con los punos en la mesa y observo a Hernando como haria un maestro a su pupilo. Luego desvio la mirada hacia el jardin a espaldas del morisco y penso unos instantes: Isabel no se hallaba en el.

—No es eso lo que ella dice —mintio entonces.

Hernando palidecio.

—?Habeis... habeis hablado con Isabel? —balbuceo.

—Si. Hace un momento.

—?Y que os ha contado? —Su voz traicionaba la seguridad en si mismo que habia intentado fingir.

—Todo —casi grito don Sancho. Respiro hondo y se obligo a bajar la voz—. Su rostro me lo ha contado todo. Su azoramiento es suficiente confesion. ?Casi se desmaya!

—?Y como pretendeis que reaccione una piadosa cristiana si

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