la acusais de adulterio? —se defendio Hernando.
Don Sancho golpeo la mesa con un puno.
—Ahorrate el cinismo. Me he enterado. Una de las criadas cristianas ha tratado de convencer a un esclavo morisco para que le proporcione el placer que al parecer tu le proporcionas a su senora; quiere ser tomada «a la morisca», segun ha dicho. —Hernando no pudo reprimir una casi imperceptible mueca de satisfaccion. Le habia costado dias y encuentros furtivos el que Isabel empezara a ceder y abandonarse a sus caricias—. ?Satiro! —le insulto el hidalgo al percatarse de la complacencia con que el morisco se deleitaba en sus ultimas palabras—. No solo te has aprovechado de la inocencia de una mujer que probablemente habra caido en tus garras por agradecimiento, sino que la has pervertido obscena e impudicamente atentando contra todos los preceptos de la Santa Iglesia.
—Don Sancho... —intento calmarle Hernando.
—?No te das cuenta? —volvio a interrumpirle el hidalgo, en esta ocasion hablando con lentitud—. El oidor te matara. Con sus propias manos.
Hernando se paso la mano por el menton; a su espalda los rayos del sol atravesaban las puertas que daban al jardin.
—?Que estas pensando? —insistio don Sancho.
Que no es el momento de abandonar, le hubiera gustado contestarle. Que estaba consiguiendo que los ojos de Isabel languidecieran y que sus suspiros fueran mas y mas profundos mientras la acariciaba y mordisqueaba, senal inequivoca de que su cuerpo anhelaba copular. Que en cada uno de sus encuentros Isabel lograba superar un escalon mas por encima de la rutina, las culpas, los prejuicios y las ensenanzas cristianas, y que estaba casi preparada para alcanzar un extasis que jamas habia llegado tan siquiera a imaginar. Y que, a traves del placer de aquel cuerpo, el quiza volveria a tocar el cielo como hacia con Fatima. Hernando noto el miembro erecto bajo sus calzas. Su mente recreo a Isabel desnuda, deseable, voluptuosa, solicita y atenta a las yemas de sus dedos y a su lengua, avida por descubrir el mundo.
—Pienso —replico al hidalgo— que ahora no puedo partir hacia Cordoba. El obispado espera mi informe y vuestros amigos de la casa de los Tiros reclaman mi presencia. Lo sabeis.
—Y tu tambien debes saber —bramo don Sancho— que la ley dice que despues de que don Ponce acabe con tu vida, tiene obligacion de matarla a ella.
—Quiza no lo haga con ninguno de los dos.
Hidalgo y morisco enfrentaron sus miradas por encima de la mesa.
—Escribire a mi primo contandole lo que sucede —le amenazo aquel.
—Os cuidareis mucho de poner en duda la virtud de una dama.
—?Tanto vale esa mujer como para arriesgar tu vida por ella? —solto don Sancho antes de abandonar la estancia sin darle oportunidad a contestar.
«?Que vale mi vida?», se pregunto Hernando tras el portazo con el que el hidalgo se despidio. No poseia mas que un buen caballo con el que no podia ir a ningun lugar, puesto que no tenia adonde ir ni quien le esperase, ?ni siquiera su propia madre! El duque no le permitia trabajar, pero le mandaba de viaje en interes del mismo rey que humillo y expulso de Granada a su pueblo. Habia aceptado trabajar para el obispado. «Continua con el martirologio», le habia aconsejado Castillo en una de las tertulias. «Debemos parecer mas