—No, excelencia. Solo se lo que se habla en las cocinas, en el huerto, en los dormitorios del servicio o en las cuadras de vuestra excelencia, pero nada puedo aseguraros. Con todo, creia que estariais interesado en ello.

Don Ponce lo despidio con su premio y el mandato de que continuara informandole. Luego estrujo con violencia el papel en el que trabajaba. Con las manos agarrotadas, temblo convulso sentado en la misma silla en la que pocas horas antes Hernando habia decidido arriesgar su vida por alcanzar el extasis con Isabel. Sin embargo, acostumbrado como estaba a la toma de decisiones, el oidor reprimio su ira y el impulso que le llamaba a levantarse, apalear a su esposa en el dormitorio y luego matar al morisco.

El carmen cayo en el silencio de la noche mientras don Ponce se martirizaba imaginando a Isabel en los brazos del morisco. «Buscan el placer —le habia contado el criado—. No..., no fornican», logro articular despues, encorvado ante el juez, con los dedos de las manos blanquecinos, fuertemente entrelazados. ?Puta!, mascullo en la noche don Ponce. ?Igual que una vulgar prostituta de la mancebia! Sabia de que hablaba el criado: el prohibido placer que el mismo buscaba al acudir al burdel. Durante horas se imagino a Isabel como la muchacha rubia con la que disfrutaba en otro lecho: obscena, pintarrajeada y perfumada, mostrando su cuerpo al perro morisco mientras lo besaba y lo acariciaba. En la mancebia habia elegido a una muchacha por su parecido con Isabel, y ahora el morisco se estaba aprovechando del placer que el mismo no obtenia con su esposa. Penso en matarlos.

Durante la madrugada, con el relente de la noche entrando desde el jardin y refrescando el sudoroso cuerpo de don Ponce, este decidio no adoptar una medida tan drastica como la de ejecutar a los amantes. Si mataba a Isabel, perderia la sustanciosa dote con que la premiaron los Velez por razon de su matrimonio, pero lo que era mas importante, perderia tambien una influencia en el entorno del monarca y sus diversos consejos de la que no queria prescindir: contar con la proteccion de unos grandes de Espana como los Velez le convenia. Luchar, con el honor como bandera, solo podian permitirselo los muy ricos, los muy pobres o los insensatos, y el no pertenecia a ninguna de esas categorias: acusar de adulterio a la protegida de los marqueses se le antojo entonces una apuesta demasiado arriesgada amen de deshonrosa, pero tampoco podia consentir que su casa acogiese el adulterio... ?Maldito morisco hijo de puta! Lo habia tratado como a un hidalgo, habia organizado una fiesta en su honor... Y ni siquiera podia vengarse de el sin que ese acto legitimo diera pabulo a comentarios mordaces. ?Ante todos el morisco era un heroe! ?El salvador de los cristianos! El protegido del duque de Monterreal... Aquella noche don Ponce no pudo conciliar el sueno, pero, al amanecer, su decision estaba tomada: Isabel no abandonaria sus aposentos; segun el oidor yacia aquejada de fiebres. La mujer permanecio, pues, recluida, hasta que esa misma manana, llamada con urgencia, llego al carmen una prima de don Ponce, dona Angela, viuda, seria, seca y malcarada, quien tan solo cruzar la puerta de la casa se hizo cargo de la vigilancia de Isabel.

Tras una breve conversacion con el oidor, dona Angela se puso manos a la obra: la joven camarera de Isabel desaparecio aquel mismo dia. Alguien conto despues que la vieron en las mazmorras de la Cancilleria, acusada de ladrona. Por la tarde, bajo la excusa de que le habia faltado al respeto, la viuda dispuso que la criada que pretendiera placeres del esclavo morisco fuera azotada. Tambien ordeno que otro criado perdiera parte de su salario por no trabajar a su satisfaccion.

En un solo dia toda la servidumbre se dio por enterada del claro mensaje del oidor y su prima. Poco podian hacer: la ley establecia que, salvo que fueran expresamente despedidos, ninguno de ellos, bajo pena de carcel de veinte dias y destierro por un ano, podia dejar el carmen sin licencia de don Ponce para servir en otra casa de la ciudad de Granada o sus arrabales. Quien lo hiciera, si alguien marchase sin su consentimiento, solo podia emigrar o colocarse como jornalero, y lo cierto era que en casa del oidor nunca faltaba de

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