Hernando no quiso verla marchar y permanecio tumbado con la mirada perdida en el techo artesonado. Al cabo, cuando los sonidos de la noche granadina volvieron a hacerse presentes, se levanto y fue hacia la terraza, donde se perdio una vez mas en la contemplacion de la Alhambra. ?Por que no insistia? ?Por que no corria a ella y le prometia felicidad eterna? Pese a las advertencias de don Sancho y el peligro, habia llegado a jugarse la vida por aquella mujer. ?Acaso el mero hecho de lograr el placer con ella era suficiente? ?Era amor lo que sentia?, se pregunto, turbado y confuso. Transcurrio el tiempo hasta que la esplendorosa alcazaba roja que se abria al otro lado del valle del Darro parecio contestarle: alli, de muchacho, en los jardines del Generalife, habia sonado en bailar con Fatima. ?Fatima! ?No! No era amor lo que sentia por Isabel.
Los grandes ojos negros almendrados de su esposa le trajeron al recuerdo sus noches de amor: ?donde estaba aquel espiritu saciado, de dicha absoluta, de miles de silenciosas promesas con el que terminaban todas ellas?
Hernando dedico el poco tiempo que restaba hasta el amanecer a finalizar los preparativos de la marcha. Luego bajo a las cuadras, para sorpresa del mozo, que ni siquiera habia llegado a retirar el estiercol de las camas de los caballos.
—Limpia y embridame a Volador —le ordeno—. Despues, prepara tambien el caballo de don Sancho y las mulas. Partimos.
Se dirigio a la cocina, donde pillo al servicio desperezandose y desayunando. Cogio un pedazo de pan duro y lo mordio.
—Avisa a don Sancho —dijo a uno de sus criados— de que volvemos a Cordoba. Estad listos para cuando regrese. Tengo que ir a la catedral.
Descendio del Albaicin hacia la catedral. Granada se despertaba y la gente empezaba a salir de sus casas; Hernando montaba erguido, sin mirar a nada ni a nadie. En la catedral no encontro al notario, pero si a un sacerdote que le ayudaba y que lo recibio de mala gana. Si volvia a Cordoba necesitaria una cedula que le permitiese moverse por los reinos, al modo de la que en su dia le proporcionara el obispado de Cordoba para hacerlo por la ciudad.
—Decidle al notario —le encargo tras un frio saludo que Hernando hubiera incluso evitado— que debo volver a Cordoba y que me es dificil trabajar aqui en Granada, en un lugar tan implicado en los acontecimientos que debo narrarle. Yo personalmente le traere mi informe y todos aquellos que puedan interesar al dean o al arzobispo. Decidle tambien que, como morisco que soy, necesitare una cedula del obispado, o de quien sea menester, por la que se me autorice a moverme con libertad por los caminos. Que me la haga llegar a Cordoba, al palacio del duque de Monterreal.
—Pero una autorizacion... —trato de oponerse el sacerdote.
—Si. Eso he dicho. Sin ella no habra informes. ?Lo habeis entendido? No os estoy pidiendo dinero por mi trabajo.
—Pero...
—?Acaso no me he explicado con claridad?
Solo le quedaba una gestion antes de emprender el regreso. Los granadinos ya atestaban las calles, y la alcaiceria, junto a la catedral, recogia torrentes de personas interesadas en la compra o venta de sedas o panos. Don Pedro de Granada ya se habria levantado, penso Hernando.
El noble lo recibio a solas, en el comedor, mientras daba buena cuenta de un capon.
—?Que te trae tan temprano por aqui? Sientate y acompaname —le invito haciendo un ademan hacia los demas manjares que reposaban sobre la mesa.