—Estoy seguro de ello —afirmo Hernando—. Te agradezco lo que has hecho por mi madre. Tan pronto como vea al duque...

—Tu senor —le interrumpio el tejedor— puede tardar meses en volver a Cordoba.

—No es mi senor.

—Diselo a la duquesa entonces. —La expresion de Hernando fue suficiente como para que el maestro frunciera el ceno—. Hicimos un trato. Yo he cumplido. Cumple tu —exigio.

—Lo hare.

?Como no iba a cumplir?, se planteo tan pronto como dio la espalda al tejedor. Su madre no admitiria un real de su mano. No podia consentir que ella viviera en la pobreza mientras el disponia de una cuantiosa asignacion. Era lo unico que le quedaba, aunque lo rechazase. Algun dia podria decirle la verdad, trato de animarse mientras andaba por delante de los poyos adosados a la pared ciega del convento de San Pablo. El cadaver de una mujer joven encontrado en los campos por los hermanos de la Misericordia, rodeado por un grupo de ninos que lo contemplaban boquiabierto, le recordo la epoca en que dia tras dia acudia alli, conteniendo la respiracion, a la espera de ver expuesto al publico el cuerpo de Fatima o el de alguno de sus hijos.

Fatima habia vuelto a su recuerdo con una fuerza inusitada. Dias atras, al abandonar Granada, en la vega, Hernando hizo un alto y volvio grupa para contemplar la ciudad de los reyes nazaries. Alli quedaba Isabel. Sin embargo, aquellas nubes que se abrian por encima de la sierra y de cuyas caprichosas formas y colores tantas predicciones extraian los ancianos le mostraron el rostro de Fatima.

Alguien, quiza don Sancho, habia hecho ruido a sus espaldas, como llamandole la atencion para que continuaran el camino; el hidalgo se mostraba seco y distante con el. Hernando no se volvio, la vista puesta en esa nube que parecia sonreirle.

—Id vosotros. Ya os dare alcance —les dijo.

Habian transcurrido tres anos desde que Ubaid habia asesinado a Fatima y los ninos, penso Hernando. Acababa de conocer a otra mujer con la que habia intentado alcanzar ese mismo cielo que se abria por encima de la nube, pero era Fatima quien se le presentaba, como si Isabel, en aquella Granada que casi podia tocar, le hubiera liberado y permitido abrir las puertas de un sentimiento que mantenia encerrado dentro de si. Tres anos. Hernando no lloro como lo habia hecho tras la muerte de su esposa; ni las lagrimas ni el dolor vinieron a empanar las risas de ella, las dulces palabras de Ines o los delatores ojos azules de Francisco. Miro a la nube y siguio su recorrido en el cielo hasta que esta se enredo con otra. Luego palmeo al caballo en el cuello y le obligo a volverse. El hidalgo y los criados se habian alejado. Penso en azuzar a Volador para alcanzarles, pero prefirio seguirlos en la distancia, al paso.

El camarero del duque de Monterreal se llamaba Jose Caro y tenia cerca de cuarenta anos, diez mas que Hernando. Se trataba de un hombre estirado, serio y extremadamente escrupuloso en sus cometidos, como correspondia a una persona que habia servido ya como paje al padre de don Alfonso, siendo solo un nino. El camarero, a quien la jerarquia situaba solo por debajo del capellan y del secretario, se hallaba al cuidado del guardarropa y demas atavios y efectos personales del duque, amen de todo lo correspondiente al ornato y mantenimiento del palacio. Jose Caro era la persona a la que tenia que convencer para que se interesase en las sedas del maestro, pero durante los tres anos que llevaba viviendo en el palacio ni siquiera habia cruzado una docena de palabras con el.

Una tarde, Hernando lo vio en uno de los salones,

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