—?Veis a aquellas dos mujeres? —senalo Hernando, procurando que ninguna de las personas que deambulaban a su alrededor se percatase de sus intenciones—. Quiero que corrais hacia ellas y tropeceis con la mas baja de las dos. Luego la distraeis durante un buen rato. A la otra ni rozarla, ?entendido?

Los cuatro asintieron al tiempo y tal como el mayor de ellos agarro el real, salieron corriendo sin necesidad de trazar plan alguno. Hernando se apresuro calle abajo, sorteando a hombres y mujeres y planteandose si no se habria excedido; la prima del oidor era una persona mayor...

El grito de una mujer resono en el callejon cuando dona Angela salio despedida hasta caer de bruces, cuan larga era, sobre la tierra. Hernando meneo la cabeza. ?Ya no tenia solucion! Los mocosos no tuvieron necesidad de distraer a dona Angela: un corro de viandantes se formo en derredor de las mujeres mientras los chavales escapaban a las imprecaciones y a algun que otro pescozon. Se acerco al grupo; dos personas trataban de ayudar a dona Angela a levantarse; otras miraban y un par de hombres hacian aspavientos hacia los muchachos, ya lejos. Isabel estaba inclinada sobre dona Angela. Mientras la accidentada era izada por las axilas, Isabel parecio presentir que alguien la observaba, asi que se irguio y miro entre la gente hasta que dio con Hernando, situado justo enfrente de ella, entre un hombre y una mujer que se habian detenido a contemplar la escena.

Se miraron con intensidad. Isabel resplandecia. Hernando dudo entre sonreir, lanzarle un beso, rodear el corro para agarrarla del brazo y llevarsela de alli o sencillamente gritar que la deseaba. Pero no hizo nada. Ella tampoco. Mantuvieron sus ojos fijos el uno en el otro hasta que dona Angela logro sostenerse en pie sin ayuda. Hernando se distrajo al observar como una mujer se empenaba en frotar el vestido de la prima del oidor para limpiarlo de arena mientras esta rechazaba la ayuda, como si tuviera prisa por escapar de la situacion. Al mirar de nuevo hacia Isabel la encontro con los ojos llorosos; su menton y su labio inferior temblaban. Hernando hizo un movimiento hacia ella, como si tratara de acercarse entre la gente, pero Isabel apreto los labios y nego con la cabeza de forma casi imperceptible, en un mohin expresivo que se colo hasta la medula del morisco. Luego, acompanadas por la mujer que habia tratado de limpiar el vestido de dona Angela, ambas damas continuaron su camino: la prima cojeando y quejandose, Isabel reteniendo las lagrimas.

Hernando aparto a la gente que ya se dispersaba y la siguio unos pasos, hasta que Isabel volvio la cabeza y lo vio.

—Seguid vos, prima —dijo, al tiempo que indicaba a la mujer en la que dona Angela apoyaba su brazo que continuara en direccion al carmen—. Creo que en el alboroto se me ha caido un alfiler de la mantilla. Ahora mismo os alcanzo.

Mientras la veia acercarse, Hernando trato de distinguir en el rostro de Isabel el mas minimo atisbo de alegria, pero cuando la tuvo a su lado percibio las lagrimas que pugnaban por asomar a sus ojos.

—?Que haces aqui, Hernando? —susurro ella.

—Queria verte. Hablar contigo, sentir...

—No puede ser... —La voz le surgio quebrada—. No vuelvas a entrar en mi vida. Me ha costado una enfermedad olvidarte... ?Calla, por Dios! —le pidio cuando Hernando se acerco a ella para decirle algo al oido—. No me hagas sufrir de nuevo. Dejame, te lo suplico.

Isabel no le dio oportunidad de replicar. Le volvio la espalda y se apresuro para alcanzar a dona Angela.

La negativa de Isabel le persiguio durante toda la jornada. Ya anochecido, acompanado por don Pedro, Castillo y Luna, rodeo la alcaiceria granadina hasta llegar a la puerta de los Jelices, desde la que se divisaban las obras de construccion de la catedral. A sus espaldas quedaba el barrio en el que se comerciaba en sedas. Cerca de doscientas

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