tiendas se apretaban en sus estrechos callejones. Nadie vivia por la noche en el barrio. Se cerraban sus diez puertas y un alcaide vigilaba los comercios y el edificio de la aduana en el que se pagaban los impuestos del trato de la seda.
Frente a la puerta de los Jelices se alzaba la Turpiana, el antiguo alminar de la mezquita mayor de Granada, y si la mezquita se reconvirtio en sagrario cristiano, su torre cuadrada, de poco mas de trece varas de altura, lo hizo en campanario de la catedral. Pero en enero de ese mismo ano se habia finalizado la construccion de una majestuosa torre nueva de tres cuerpos destinada a campanario y la Turpiana, ya innecesaria, se interponia en la continuacion de las obras de la seo episcopal.
Desde la puerta en la que se encontraban los cuatro hombres, se podia divisar toda la zona, tenuemente iluminada por las antorchas de los vigilantes de las obras y las de los colegios que se alzaban frente a ella. Ante ellos se abria una plaza. A la izquierda, el Colegio Real y el colegio de Santa Catalina; a la derecha, distanciada de la plaza, la catedral, de la que solo se hallaban en pie la rotonda y la girola, asi como el nuevo campanario, que lindaba con la plaza y dejaba un enorme espacio abierto y yermo entre la cabecera y la nueva torre. A escasos pasos de ellos, en el extremo opuesto del nuevo campanario, se alzaba la antigua mezquita y su alminar.
La Turpiana se estaba derribando cuidadosamente, piedra a piedra, desde arriba, para aprovechar sus sillares y evitar cualquier dano en la cubierta del templo. Observaron la torre, atentos a las conversaciones y risas que les llegaban de los vigilantes, que se encontraban fuera de su vision, en la zona central de la catedral.
—No deben vernos —susurro Castillo—. Nadie deberia relacionar nuestra presencia esta noche con el hallazgo de la arqueta.
—Hay demasiada vigilancia —arguyo con cierto desanimo don Pedro—. Es imposible pasar inadvertidos.
Siguio un silencio solo roto por los gritos de los vigilantes. Hernando, con la arqueta embreada escondida entre su capa, aspiro el aroma de la seda que impregnaba el entramado de callejuelas de la alcaiceria, parecido al que tantas veces percibiera en las Alpujarras, cuando hervian los capullos e hilaban el preciado producto. «Me ha costado una enfermedad olvidarte», le habia dicho Isabel. Hernando la imagino de nuevo en brazos de don Ponce...
—?Hernando! —musito junto a su oido Castillo—, ?que hacemos?
?Que hacemos?, se repitio. A el lo que le gustaria era salir corriendo a escalar la fachada del carmen del oidor y volver a deslizarse en el dormitorio de Isabel y...
El traductor lo zarandeo.
—?Que hacemos? —repitio, esta vez en un tono de voz mas elevado. Hernando se concentro en la plaza—. Hay demasiada vigilancia —le indico Castillo.
?Un noble y dos intelectuales! ?Que picardia podia esperarse de ellos?
—Si —reconocio Hernando—. Parece que hay varias personas, pero no vigilaran la Turpiana. Carece de interes para ellos. En todo caso, estaran pendientes de la catedral; esa es su mision. —Penso durante unos instantes—. Vosotros rodead el templo y en el extremo opuesto, mas alla de la calle de la Carcel, embozaos y simulad una disputa. En el momento en que escuche vuestros gritos, entrare y subire a la torre.
Los tres hombres no escondieron su alivio ante la propuesta de Hernando y se apresuraron en direccion a la plaza de Bibarrambla hasta llegar a la calle de la