alivio.

—Quitales las marlotas y las pieles que llevan, sin llegar a desnudarlas. Tampoco les ates los pies o las manos... a no ser que pretendan huir.

Brahim se esforzo por cumplir las ordenes de Hamid. Con todo, ochenta azotes, aun suaves, terminaron por originar unas finas lineas de sangre en las camisas de las mujeres, que rapidamente se extendieron por sus espaldas.

En el centro del castillo, antes del anochecer, frente a centenares de moriscos en silencio, Brahim cerceno la mano derecha del arriero de Narila de un violento golpe de alfanje. Ubaid ni siquiera le miro: arrodillado, alguien sujetaba su antebrazo extendido sobre el tocon de un arbol a modo de tajo. No grito en el momento en que su mano se separo por la muneca, ni al aplicarle un torniquete, pero si lo hizo despues, cuando le introdujeron el brazo en un caldero lleno de vinagre y sal pistada. Sus aullidos erizaron el vello de los moriscos.

Y de todo ello tuvo cumplida cuenta Hernando esa misma noche, a la vuelta de su madre, mientras cenaba.

—Al final ha dicho que fuiste tu quien robo la cruz. Una y otra vez. No paraba de gritar y llamarte nazareno. ?Por que te ha acusado ese canalla? —le pregunto Aisha.

Con la boca llena y la vista en el plato, Hernando abrio las manos y se encogio de hombros.

—?Es un miserable! —contesto sin mirar a su madre y con la boca aun llena. Luego se introdujo con rapidez otro pedazo de carne en la boca.

Esa noche no se atrevio a ir a casa de Hamid y le costo conciliar el sueno. ?Que habria pensado el de las acusaciones del arriero? ?Habia sentenciado que le cortaran la mano derecha! El arriero no dejaria las cosas asi. Sabia que habia sido el. Seguro. Pero ahora... ahora le faltaba la mano derecha, aquella con la que habia empunado el cuchillo en su contra. Con todo, debia andar con ojo. Se revolvio sobre la paja en la que dormitaba. ?Y Brahim? Su padrastro se habia extranado de que le instara a revisar las mulas. ?Y los demas presentes? ?Aquel maldito apodo! Si antes habia sido el nazareno para la gente de Juviles, ahora lo seria para los habitantes de todas las Alpujarras.

A la manana siguiente tampoco se decidio a visitar a Hamid, pero a mediodia el alfaqui le mando llamar. Lo encontro junto a la iglesia, al sol del frio invierno, en el mismo lugar en el que se hallaban los restos de la campana, sentado sobre el pedazo mas grande de ellos con la espada del Profeta a sus pies. Frente a el, ordenadamente alineados en el suelo, se hallaba una multitud de ninos, oriundos de Juviles o venidos del castillo. Algunas mujeres y ancianos observaban. Hamid le hizo senas de que se acercase.

—La paz sea contigo, Hernando —le recibio.

—Ibn Hamid —le corrigio el muchacho—. He adoptado ese nombre..., si no tienes inconveniente —tartamudeo.

—La paz, Ibn Hamid.

El alfaqui clavo su mirada en los ojos azules de Hernando. No necesito mas: pudo leer la verdad en ellos en un solo instante. Hernando agacho la cabeza; Hamid suspiro y miro hacia el cielo.

Los dos se alejaron unos pasos del grupo de ninos, no sin que antes el alfaqui hubiera encargado a uno de ellos que vigilara su preciado alfanje.

Hamid dejo transcurrir unos instantes.

—?Te arrepientes de lo que hiciste o tienes miedo?

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