atravesaban la espalda. Dona Lucia contesto al saludo del sargento, con los finos labios apretados y los ojos repentinamente humedecidos. Al instante, uno de los hidalgos salio de la estancia en busca de otra cruz que portar en la procesion. Los demas se miraron entre si y al cabo siguieron los pasos del primero.
—Ahora, encomendandote a Dios, puedes volver a salvar la vida de don Alfonso. —Don Sancho se dirigio a Hernando por primera vez en mucho tiempo—. ?O te da igual que muera?
?Queria que muriese el duque? No. Hernando recordo los dias en la tienda de Barrax y su huida. Era cristiano, pero era su amigo; quiza el unico con quien podia contar en toda Cordoba. Ademas, ?acaso no era el, Hernando, quien defendia la existencia de un unico Dios, el Dios de Abraham? Siguio al hidalgo decidido a sufrir penitencia por don Alfonso. ?Que mas daba ya todo? Sus hermanos en la fe ya estaban convencidos de su traicion, nada de lo que hiciera podia empeorar el desprecio que sentian hacia el.
—?Como conseguimos ahora una cruz de madera? —oyo que preguntaba uno de los hidalgos—. No tenemos tiempo de...
—Sirven espadas, barras de hierro o simples maderos para atarnoslos por la espalda a los brazos extendidos. La cruz la formaran nuestros brazos —le interrumpio el que iba a su lado.
—O una penitencia —intervino otro—: un latigo o un cilicio.
No faltaban espadas en el palacio del duque. Sin embargo, Hernando recordo la gran y antigua cruz de madera que colgaba arrinconada en las cuadras. Segun le habia explicado el mozo, el duque decidio mudar el magnifico Cristo de bronce que presidia el altar de la capilla de palacio por una cruz trabajada en costosa madera de caoba traida de la isla de Cuba y la vieja, ya sin figura, fue a parar a los establos.
Era un dia soleado pero frio. Al tanido de todas las campanas de la ciudad y de los lugares cercanos, la gran procesion rogativa salio de la catedral de Cordoba por la puerta de Santa Catalina: la rodeo en direccion al rio, y cruzo bajo el puente entre el obispado y la catedral hasta el palacio del obispo, donde este la bendijo desde el balcon. La procesion iba encabezada por el corregidor de la ciudad y el maestre de la catedral, a quienes seguian los veinticuatros y jurados del municipio provistos de sus pendones. Tras ellos, con los miembros del cabildo catedralicio, sacerdotes y beneficiados, iba el Santo Cristo del Punto en unas andas; los frailes de los numerosos conventos de la ciudad portaban pasos con imagenes de sus iglesias, algunas bajo palio. Mas de dos mil personas con cirios o hachones encendidos en las manos, con dona Lucia y sus hijos al frente, consolados por los nobles que se habian hecho un sitio al lado de la familia del duque.
Y, por detras de todos ellos, la procesion habia congregado a cerca de un millar de penitentes. Cargado con su cruz, Hernando los observo mientras esperaban a ponerse en marcha. Igual que el, casi todos caminaban descalzos y con los torsos descubiertos. A su alrededor vio mas hombres con cruces al hombro. Otros iban aspados: con los brazos en cruz, atados a espadas o hierros. Habia penitentes con cilicios en piernas y cintura, hombres con los torsos envueltos en zarzas y ortigas, o con sogas en la garganta dispuestas para que otro penitente tirara de la cuerda durante el camino. Los murmullos de las oraciones de todos ellos resonaron en sus oidos y Hernando sintio un inquietante vacio interior. ?Que pensarian los moriscos que le viesen? Quiza entre tanta gente no llegaran a reconocerle y, en todo caso, se repitio, ?que importaba ya?
La procesion, con los cordobeses cayendo de rodillas a su paso, trazo el recorrido previsto por las calles de la ciudad en busca de iglesias y conventos. Cuando pasaba por algun templo de dimensiones suficientes, la rogativa cruzaba su interior, acompanada por los canticos del coro. La fila era tan larga que la cabeza de la procesion quedaba