apoyado en uno de sus cayados, con las piernas retorcidas, contemplaba como el caballo bebia en el pilon de la fuente de la plaza; un monumento con la escultura de un potro encabritado que hacia pocos anos que se habia construido. El pelo de Volador brillaba al sol todavia mortecino; lo habia cepillado.
—Tenia sed —explico el muchacho sonriendo al ver a Hernando ya junto a el.
El caballo ladeo la cabeza y babeo sobre Miguel el agua que acababa de sorber. El muchacho lo aparto con el extremo de una de las muletas. Hernando los observo: parecian entenderse. Miguel imagino lo que pasaba por su mente.
—Los animales me quieren tanto como las personas evitan mi compania —afirmo entonces.
Hernando suspiro.
—Tengo que hacer —le dijo despues, entregandole una moneda de dos reales que el chaval agarro con los ojos muy abiertos—. Cuida de el.
Se alejo en direccion a la calle del Potro y la doblo para encaminarse al alcazar, donde su madre estaba presa. En ese momento volvio la cabeza y vio como el muchacho se entretenia junto a la fuente, apoyado en sus cayados, jugueteando con Volador, salpicandole agua con el extremo de los dedos, ajenos los dos a todo cuanto pudiera suceder a su alrededor. Se dispuso a continuar su camino en el momento en que Miguel decidio regresar a las cuadras. No agarro el ronzal de Volador, se limito a colgarselo de uno de sus hombros y el caballo le siguio, libre, como si fuera un perro. El morisco nego con la cabeza. Se trataba de un caballo de pura raza espanola, brioso y altivo. En cualquier otra ocasion se hubiera asustado de los simples saltitos con los que se desplazaba Miguel por delante de el, sobre sus muletas, procurando que sus pies tocasen lo menos posible el suelo, como si el hacerlo pudiera quebrar todavia mas sus escualidas y deformes piernas.
Llego al alcazar de los reyes cristianos con una sensacion extrana derivada de los saltitos de Miguel y la docilidad de Volador. Todavia prendado de esa escena, le sorprendio que el carcelero que hasta entonces se negaba a permitirle ver a su madre, aceptase el escudo de oro que Hernando extrajo mecanicamente de su bolsa, sin conviccion alguna; lo habia ganado con una veintiuna de banca, un as y un rey, que provoco mil imprecaciones por parte de los puntos que apostaban contra el.
Extranado, siguio al carcelero hasta un gran patio con una fuente, naranjos y otros arboles, que habria sido hermoso de no ser por los lamentos que surgian desde las celdas que lo rodeaban. Hernando aguzo el oido, ?alguno de ellos provendria de su madre? El carcelero le franqueo el paso a una celda en el extremo del patio y Hernando cruzo una puerta encastrada en solidos y anchos muros. No. De aquella putrida e infecta celda no provenia sonido alguno.
—?Madre!
Se arrodillo al lado de un bulto inmovil en el suelo de tierra. Con manos temblorosas tanteo entre las ropas que cubrian a Aisha en busca de su rostro. Le costo reconocer en el a quien le diera la vida. Consumida, la piel le colgaba lacia de cuello y mejillas; las cuencas de los ojos aparecian hundidas y amoratadas y los labios resecos y cortados. Su cabello no era sino un amasijo sucio y enredado.
—?Que le habeis hecho? —mascullo hacia el carcelero. El hombre no respondio y permanecio parado bajo el ancho quicio de la puerta—. Es solo una anciana... —El carcelero se movio de un pie a otro y fruncio el entrecejo hacia Hernando—. Madre —repitio el, agarrando con las palmas de las manos el rostro de Aisha y acercandolo hasta sus labios para besarlo. Aisha no respondio a los besos. Tenia la mirada perdida. Por un momento creyo que estaba muerta. La zarandeo levemente y ella se movio.