ser nuestra noche.
—Pero tu dinero... —exclamo Hernando, sorprendido—. ?Ahi debe de haber una fortuna!
—Si, la hay. Olvidate de lo que has venido jugando aqui por las noches, eso es otro mundo. Si cuentas en reales te descubriran... y contigo, a mi. Son escudos de oro; eso es lo que se mueve en cada mano. Tienes que convencerte de que un escudo de oro no tiene mas valor que el de una blanca. ?Te ves capaz?
Hernando no dudo:
—Si.
—Es peligroso. Eso es lo primero que quiero que comprendas. Nadie debe saber de nuestra amistad.
La partida se organizo en la casa de un rico mercader de panos tan soberbio y pedante como temerario a la hora de apostar a los naipes.
Ya anochecido, Hernando recorrio nervioso la escasa distancia que separaba la posada del Potro de la calle de la Feria, donde vivia el mercader, agarrado a la abultada bolsa de dinero y pensando en las instrucciones que le habia proporcionado Pablo Coca. Debian sentarse el uno delante del otro para que Hernando pudiera llegar a ver el lobulo de su oreja. Apostaria fuerte incluso en el supuesto de que Coca no le hubiera hecho senal alguna; no podia ser que solo lo hiciera en el momento de ganar.
—Procura no hablarme mas que a los otros —le instruyo tambien—, pero mirame directamente, como a los demas jugadores, como si pretendieras adivinar mi juego por mi semblante. Piensa que no jugare por mi, sino por ti y que, si tenemos suerte y usan nuestras barajas, conocere los naipes; en otro caso, solo podre ayudarte con los mios. Juega con decision pero no pienses que son tontos; saben lo que se hacen y por lo general usan de tantas fullerias como cualquiera de los que frecuentan las casas de tablaje. Pero por encima de todo recuerda siempre una cosa: el honor de esta gente los lleva muy rapido a echar mano a su espada, y tratandose de partidas prohibidas, existe un pacto de silencio si alguien hiere o mata a otro.
Un criado acompano a Hernando a un salon bien iluminado y lujosamente adornado con tapices, guadamecies, muebles de madera brillante y hasta un gran cuadro al oleo en el que se representaba una escena religiosa que llamo la atencion del morisco. En la estancia ya se hallaban presentes, ocho personas, en pie, que charlaban en voz baja, emparejados. Pablo estaba entre ellos.
—Senores —el coimero llamo la atencion de dos parejas que se hallaban cerca de la puerta por la que acababa de entrar su companero—, les presento a Hernando Ruiz.
Un hombre grande y fuerte cuya lujosa indumentaria destacaba por encima de todas las demas, fue el primero en tenderle la mano.
—Juan Serna —lo presento Pablo—, nuestro anfitrion.
—?Traeis dinero con vos, senor Ruiz? —inquirio socarronamente el mercader mientras se saludaban.
—Si... —titubeo Hernando ante alguna carcajada por parte de los jugadores que se habian acercado.
—?Hernando Ruiz? —pregunto en ese momento un anciano de hombros hundidos, vestido completamente de negro.
—Melchor Parra —dijo Pablo, presentandole—, escribano publico...
El anciano hizo al coimero un autoritario gesto con la mano