las caballerizas; le permitieron entrar y se planto en la herreria. Lo encontro mucho mas viejo que la ultima vez que hablaron, cuando la comunidad se negaba a admitir sus limosnas. El herrador tambien vio deterioro en el aspecto del nazareno.

—Dudo que alguien quiera ayudarte —afirmo el herrador de malos modos, despues de que Hernando le explicase el porque de su visita.

—Lo haran, si tu asi lo exiges. Pagare bien.

—?Dinero! Eso es todo cuanto te interesa. —Abbas le miro con desprecio.

—Estas equivocado, pero no pienso discutir contigo. Mi madre era una buena musulmana, tu lo sabes. Hazlo por ella. Si no lo haces, tendre que recurrir a un par de cristianos borrachos del Potro y entonces todos corremos el riesgo de que se sepa como enterramos a nuestros muertos y de que la Inquisicion investigue. Te consta que los curas serian capaces de levantar todo el camposanto.

Esa noche le acompanaron dos jovenes fuertes y una mujer anciana; ninguno quiso cobrarle, pero tampoco le dirigieron la palabra. Salieron de la ciudad hacia el campo de la Merced por un portillo abandonado en las murallas. A la luz de la luna, en el camposanto desierto, los jovenes moriscos exhumaron el cadaver de Aisha alli donde les senalo Hernando, y se lo entregaron a la anciana mientras ellos empezaban a cavar un hoyo largo y estrecho en tierra virgen, hasta la altura de la mitad de un hombre.

La anciana venia preparada: desnudo al cadaver y lavo el cuerpo; luego lo froto con hojas de parra remojadas.

—?Senor! Perdonala y apiadate de ella —recitaba en susurros una y otra vez.

—Amen —contestaba Hernando de espaldas a la mujer, la vista nublada por las lagrimas sobre una Cordoba oscura. La ley prohibia mirar el cadaver a quien no lo limpiase, aunque tampoco se hubiera atrevido a infringir aquella norma.

—?Senor Dios!, perdoname —rogo la anciana por haber tocado el cadaver, despues de poner fin a la purificacion—. ?Has traido lienzos? —pregunto a Hernando.

Sin girarse hacia la mujer, le entrego varios lienzos de lino blanco con los que esta envolvio el diminuto cuerpo de Aisha. Los jovenes, ya cavado el hoyo, hicieron ademan de coger a su madre para enterrarla, pero Hernando se lo impidio.

—?Y la oracion por el difunto? —les pregunto.

—?Que oracion? —escucho que inquiria a su vez uno de ellos.

Quiza alcanzaran la edad de veinte anos, penso entonces Hernando. Habian nacido ya en Cordoba. Todos aquellos jovenes apartaban el estudio, el conocimiento del libro revelado o las oraciones, y las sustituian, simplemente, por un odio ciego hacia los cristianos con el que trataban de sosegar sus almas. Probablemente solo supieran la profesion de fe, se lamento.

—Dejad el cuerpo junto a la fosa y, si lo deseais, idos.

Entonces, a la luz de la luna, alzo los brazos e inicio la larga oracion del difunto: «Dios es muy grande. Alabado sea Dios, que da la vida y la muerte. Alabado sea Dios, que resucita a los muertos. Suya es la grandeza, suya es la sublimidad, suyos el senorio...».

Los jovenes y la anciana permanecian quietos tras el, mientras recitaba la plegaria.

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