de arte. Toribio no tenia sensibilidad, tuvo que reconocerle un dia Hernando a Miguel. Sin embargo, todos aquellos defectos consiguieron que el morisco se acercase de nuevo a los caballos para tratar de corregirlos, labor a la que dedicaba las mananas. A partir de ese momento, Miguel percibio que su senor recuperaba su apetito y que el aire de las dehesas por las que cabalgaba hacia desaparecer el tono macilento de su rostro, fruto de tantas horas de encierro en la biblioteca.

La noche que conocio a Rafaela, Miguel habia ido a comprobar que Estudiante permanecia tranquilo al lado de Cesar. Luego giro sobre sus muletas, dispuesto a volver a su dormitorio, cuando el sonido apagado de unos sollozos le detuvo. ?Acaso lloraba su senor? Aguzo el oido y alzo la vista hacia la biblioteca en la que Hernando continuaba trabajando; la luz de las lamparas se colaba por la ventana que daba al corredor sobre el patio. Desecho la idea. El llanto provenia del lado opuesto, donde las cuadras lindaban con el patio de la casa vecina, la del jurado don Martin Ulloa. Estuvo a punto de retirarse sin darles mayor importancia, pero aquellos suspiros de tristeza le hicieron pensar en los sollozos de sus hermanos durante las noches: reprimidos para que no los escuchasen sus padres, apagados por el miedo de suscitar nuevos golpes. Miguel se acerco al muro de separacion. Alguien lloraba con tristeza. Los sollozos, que ahora se le presentaron con nitidez, imploraban al cielo igual que lo habian hecho los de sus hermanos... Y los suyos propios.

—?Que te pasa? —Presentia que era una joven. Si, sin duda. Se trataba del llanto de una muchacha.

Nadie contesto. Miguel oyo como alguien sorbia los mocos, esforzandose por acallar unos gemidos que, a su pesar, se trocaron en hipidos incontenibles.

—No llores, nina —insistio Miguel al otro lado del muro, pero fue en vano.

Miguel alzo la vista al cielo estrellado de Cordoba. ?Que edad tendria en aquel entonces su hermana ciega? La ultima vez que la vio debia de contar cinco o seis anos: los suficientes como para darse cuenta de que su vida era diferente de la de los demas ninos que reian por las calles. Miguel susurro a la muchacha las mismas palabras que le habia dicho a su hermana, anos atras, en la oscuridad del humedo y nauseabundo cuartucho que compartian con sus padres:

—No llores, mi nina. ?Sabes? Erase una vez una nina ciega —empezo a contarle entonces, recostandose contra el muro y recordando con melancolia, palabra a palabra, la primera historia que invento para su hermana pequena—, que con los brazos extendidos al aire daba muchos saltos para tocar ese maravilloso cielo estrellado que todos decian que estaba por encima de sus cabezas y que ella no podia ver...

Asi, hablaron varias noches seguidas a traves del muro: Miguel, con sus historias, arrancando sonrisas que no alcanzaba a ver, mientras aquella muchacha se dejaba mecer por una voz que durante un rato le hacia olvidar sus desdichas.

—Tu eres el... —susurro una noche.

—El cojo —afirmo Miguel con un suspiro de tristeza.

Por fin, varios dias despues, se conocieron. Miguel la invito a ver los potros; habia llegado a contarle mil historias sobre ellos. Rafaela salio subrepticiamente de su casa por una antigua portezuela que casi no se utilizaba y que daba al callejon que moria en el porton de salida de las cuadras de Hernando. Miguel apreto los labios y la espero erguido sobre sus muletas. Pese a que solo tenia que cruzar dos pasos, ella llego a las cuadras embozada en una capa negra. Miguel nunca la habia visto tan de cerca: la muchacha debia de rondar los dieciseis o diecisiete anos; tenia largos cabellos castanos que le caian sobre los

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