es solidaria. Haced la plegaria y dad la limosna, dice el Coran.
Pero no solo la Iglesia desafiaba a la enfermedad con las reuniones de sus fieles. El propio cabildo municipal, ante la tristeza del pueblo y desoyendo cualquier consejo, organizo unos juegos de toros en la plaza de la Corredera en el momento mas crudo de la epidemia. Ni Hernando ni Miguel pudieron ver como dos hijos de Volador, que en su dia habian vendido, sorteaban y requebraban a los astados, levantando aclamaciones por parte de un publico que, si bien momentaneamente olvidaba sus penas, parecia incapaz de comprender que la aglomeracion y el contacto de unos con otros solo servia para agravarlas.
Por su parte, durante aquellos meses de reclusion, Miguel se volco en los dos ninos. Evitaba hasta la posibilidad de mirar a Rafaela, que por su parte actuaba con prudencia y recato. Alli, en aquellas largas noches de tedio, el tullido se refugiaba en sus historias haciendo sonreir al pequeno Juan con sus aspavientos.
—?Por que no me ensenas de cuentas? —le pidio Miguel un dia a Hernando, que vivia casi enclaustrado en su biblioteca.
Los anos dedicados a la escritura de los plomos habian despertado en el una sed insaciable de aprender, que intentaba colmar con lecturas sobre temas diversos, siempre con un objetivo: hallar algo que pudiera servir para lograr la convivencia pacifica de ambas culturas. Sus amigos de Granada le proveyeron, gustosos, de cuantos libros tuviesen a su alcance y pudieran ser de su interes.
Hernando entendio las razones que se escondian detras de aquella peticion y se presto a ello, por lo que el tullido, entre numeros, sumas y restas, tambien se recluyo durante el dia en la biblioteca. Asi fueron superando la incomodidad que suponia el encierro, mientras la epidemia diezmaba a la poblacion de Cordoba.
El jurado don Martin Ulloa fue una de sus victimas. Los jurados de cada parroquia tenian la obligacion de controlar las casas, comprobar si en ellas habitaban apestados y, en su caso, enviarlos a San Lorenzo y expulsar a sus familias de la ciudad. Don Martin se presento en numerosas ocasiones en la de Hernando y Rafaela, exigiendo al medico que le acompanaba examenes innecesarios y mucho mas exhaustivos que aquellos a los que sometia a los demas parroquianos; ya no temia al morisco, hacia tiempo de lo de los expositos, ?quien iba a preocuparse entonces de aquel asunto? Don Martin no escondia sus ansias por encontrar el mas nimio de los sintomas de la enfermedad hasta en su propia hija.
Hernando se sorprendio el dia en que, en lugar de presentarse el jurado, lo hizo su esposa, dona Catalina, acompanada del hermano menor de Rafaela.
—?Dejanos entrar! —le exigio la mujer.
Hernando la miro de arriba abajo. Dona Catalina temblaba y se retorcia las manos, el rostro contraido.
—No. Tengo obligacion de dejar entrar a vuestro esposo, no a vos.
—?Te ordeno...!
—Avisare a vuestra hija —rehuyo Hernando, convencido de que solo algo grave podia lograr que aquella mujer se humillara a llamar a la puerta de su casa.
Desde el zaguan, Hernando y Miguel escucharon la conversacion entre Rafaela y su madre.
—Nos echaran de Cordoba —sollozaba dona Catalina, tras comunicar a su hija la noticia de que su padre habia contraido la letal enfermedad—. ?Que haremos? ?Adonde iremos? La peste asola los alrededores. Permite que nos refugiemos en tu casa. La nuestra quedara cerrada. Asi nadie se enterara. Tu hermano mayor, Gil, sera el nuevo jurado de la parroquia, como le corresponde. El mantendra el secreto de nuestra estancia aqui.