—Moriran —grito secamente este—. Uno tiene el intestino fuera, el otro el pecho destrozado.
—Vamos —dijo el monfi, dirigiendose a Brahim—. Parece que tu hijo sabe lo que hace.
—Matadlos —les pidio Hernando senalando a los caballos acostados, al ver que el grupo hacia ademan de retirarse—. No es menester que sufran.
—Hazlo tu —le respondio Brahim con el ceno todavia fruncido—. A tu edad deberias estar matando cristianos. —Tras estas palabras, solto un par de carcajadas, le lanzo un cuchillo y se alejo junto a los monfies.
9
Hernando recorrio el trayecto que separaba Pampaneira del puente de Tablate; iba a pie, sin mulas, como uno mas de los tres mil quinientos moriscos que se dirigian al encuentro con el ejercito cristiano del marques de Mondejar. Aben Humeya habia tenido conocimiento de los movimientos del marques a traves de las fogatas que sus espias encendian en las cimas mas elevadas y ordeno que se le impidiera cruzar el puente que daba acceso a las Alpujarras.
Antes de partir, el Gironcillo comprobo las suturas de seda con las que el muchacho habia cerrado la herida del alazan, asintio satisfecho y monto pesadamente sobre el pequeno animal.
—Andaras junto a mi —le exigio—, por si el caballo necesitase de tus cuidados.
Y ahi iba Hernando, con la mirada fija en el anca del alazan, escuchando la conversacion del Gironcillo con otros jefes monfies.
—Dicen que no llegan a dos mil infantes —comento uno.
—?Y cien caballeros! —anadio otro.
—Nosotros somos muchos mas...
—Pero no tenemos sus armas.
—?Tenemos a Dios! —salto el Gironcillo.
Hernando se encogio ante el golpe sobre la montura con que el monfi acompano su exclamacion. El alazan aguanto, las suturas tambien. Busco entre la escasa caballeria morisca los otros tres ejemplares que habia logrado curar, pero no logro dar con ellos; luego miro sus ropas, cubiertas de sangre seca e incrustada.
Tan pronto como hubieron desaparecido Brahim y los monfies, Hernando se habia decidido a poner fin al sufrimiento de los animales moribundos. Cuchillo en mano, se habia dirigido con resolucion hacia el primero de ellos: el que presentaba la herida de lanza en el estomago.
?Ya era un hombre!, se repetia sin cesar. Muchos moriscos de su edad estaban casados y tenian hijos. ?Debia ser capaz de sacrificarlo! Llego al lado del animal, que yacia inmovil. Con las manos dobladas bajo el pecho descansaba el abdomen sobre la escarcha, para que el hielo aliviara el dolor procedente de aquella profunda herida que le reventaba la piel. En el pueblo habia presenciado muchas veces como los matarifes degollaban las reses. El cristiano lo hacia en publico y sacrificaba a los animales de manera que su nuez quedara unida a las canas de los pulmones; los musulmanes debian realizar sus ritos prohibidos fuera del pueblo, en secreto, escondidos en los campos: con el animal de cara a la quibla, le