momentos en que creyo que no soportaria mas ese lastre. A medida que se acercaba a la ciudad, sus penas se vieron sustituidas por una congoja aun mayor: no deseaba llegar. ?Que iba a decirle a Rafaela? ?Que su matrimonio con ella no era valido? ?Que su primera esposa estaba viva?

Retraso cuanto pudo su llegada a casa. Temia enfrentarse con ella. Temia enfrentarse consigo mismo si se veia obligado a confesarle la verdad. Cuando por fin cruzo la puerta de su casa, ni siquiera se atrevio a mirarla.

Observo impasible como se borraba la sonrisa con que Rafaela, de nuevo embarazada, acudio a recibirle. La mujer detuvo sus apresurados pasos a la vista de los moratones y heridas que le habian causado los berberiscos al patearle.

—?Que te ha sucedido? —Rafaela trato de acercar su mano al magullado rostro de su esposo—. ?Quien...?

—Nada —contesto el, rechazando inconscientemente la mano de su esposa—. Me cai del caballo.

—Pero ?estas bien...?

Hernando le dio la espalda y la dejo con la palabra en la boca. Anduvo hasta las cuadras para desembridar al caballo y luego cruzo el patio en direccion a las escaleras.

—Comere y cenare en la biblioteca —ordeno secamente al pasar junto a su esposa.

Tambien durmio en ella.

Asi transcurrieron los dias. Hernando arrincono el Coran en el que se hallaba trabajando y se esforzo en escribir una carta para Fatima. Tardo en conseguirlo; tardo en lograr plasmar en papel todo cuanto sentia. En el momento en que intentaba concentrarse en la escritura, su mente se perdia en la culpa y el dolor. Desecho y rompio muchas hojas. Al final le conto de Rafaela, de sus dos hijos y del que estaba por venir. «?No lo sabia! ?No sabia que vivias!», rasgueo con mano temblorosa. Una vez la tuvo escrita, decidio recurrir a Munir para remitirsela a Fatima pese a la fria despedida del alfaqui. Era un hombre santo; le ayudaria, ademas, era desde Valencia desde donde mas moriscos partian para Berberia. ?Necesitaba su ayuda! Escribio otra carta para Munir implorandosela.

Un dia que supo que Miguel se encontraba en Cordoba, lo llamo. Tenia que recurrir al tullido para que le consiguiese un arriero morisco de confianza; el seguia siendo un apestado entre la comunidad cordobesa y habia perdido todo contacto con la red de miles de hombres que se movian por los caminos, pero el tullido, al contrario que su senor, compraba y vendia cuanto necesitaba para los caballos y utilizaba con asiduidad los servicios de los arrieros.

—Necesito hacer llegar una carta a Jarafuel —le comunico con una aspereza innecesaria, sentado ante el escritorio. Miguel permanecio plantado delante de el tratando de imaginar que era lo que le sucedia a su senor. Antes habia hablado con Rafaela, y ella le habia confiado su enorme inquietud—. ?A que esperas? —le recrimino Hernando.

—Conozco la historia de un correo portador de malas noticias —contesto el tullido—, ?quieres que te la cuente?

—No estoy para historias, Miguel.

El repiqueteo de las muletas del tullido sobre el entablado de la galeria resono en los oidos de Hernando. ?Y ahora, que? Manoseo el bello Coran en el que trabajaba; no se veia con animo de continuar. Aun asi, canturreo algunas de las suras ya escritas.

—Cualquier cosa que estuviese haciendo, parece que ya la ha terminado.

Tales fueron las palabras que Miguel le dijo a Rafaela en cuanto hubo salido de la biblioteca con la orden de su senor de encontrar a un arriero para que

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