mejoras en el cortijillo. Necesitaban cuadras nuevas, un picadero, un pajar; todo se caia de viejo. Y Hernando atendio su consejo e invirtio gran parte de sus ahorros en la ganaderia. Lo que no sabia Miguel era que el resto del dinero del que disponia el morisco lo habia tenido que destinar al pleito de hidalguia, a los honorarios del procurador y del abogado granadino y al pago de los muchos informes necesarios para plantear la cuestion ante la Sala de Hidalgos.
—Las pagaran —afirmo—. A mi no me van a expulsar. He iniciado un pleito de hidalguia —explico ante la expresion de sorpresa de Miguel—. Diselo a los arrendatarios. Lo unico que conseguiran sera perder las tierras si no pagan. Diselo tambien a los compradores de los caballos. —Habia hablado con firmeza, pero de repente el cansancio se apodero de su rostro y de su voz—. Necesito dinero, Miguel —musito.
Mientras, las noticias acerca del proceso de expulsion de los valencianos iban llegando a Cordoba. Las aljamas valencianas se convirtieron en zocos a los que acudieron especuladores de todos los reinos para comprar a bajo precio los bienes de los moriscos. El odio entre las comunidades, hasta entonces latente y reprimido por los senores que defendian a sus trabajadores y que ahora, salvo raras excepciones, se despreocuparon de ellos, estallo con violencia. De nada sirvieron las amenazas del rey contra quienes atacasen o robasen a los moriscos; los caminos por los que transitaban en direccion a los puertos de embarque se sembraron de cadaveres. Largas filas de hombres y mujeres, ninos y ancianos —enfermos algunos, todos cargados con sus enseres cual una inmensa comitiva de buhoneros derrotados— se encaminaron al exilio. Los cristianos les cobraron por sentarse a la sombra de los arboles o por beber el agua de unos rios que habian sido suyos durante siglos. El hambre hizo mella en muchos de ellos y algunos vendieron a sus hijos para conseguir algo de alimento con el que mantener al resto de la familia. ?Mas de cien mil moriscos valencianos, fuertemente vigilados, empezaron a concentrarse en los puertos del Grao, Denia, Vinaroz o Moncofar!
Hernando levanto la cabeza, sorprendido. Algo grave debia suceder para que Rafaela irrumpiera en la biblioteca, sin tan siquiera llamar a la puerta. Eran escasas las ocasiones en las que su esposa acudia a su santuario mientras el trabajaba en la escritura de un Coran, y en todas ellas, sin excepcion, era para tratar algun tema de importancia. Ella se acerco y se quedo en pie frente a el, al otro lado del escritorio. Hernando la contemplo a la luz de las lamparas: tendria poco mas de treinta anos. Aquella chiquilla asustada que habia conocido en las cuadras se habia convertido en toda una mujer. Una mujer que, a juzgar por su semblante, estaba hondamente asustada.
—?Conoces el bando de expulsion de los valencianos? —inquirio Rafaela.
Hernando sintio los ojos de su esposa clavados en el. Titubeo antes de contestar.
—Si... Bueno... —balbuceo—, se lo que todos: que los han expulsado del reino.
—Pero ?no sabes las condiciones concretas? —prosiguio ella, inflexible.
—?Te refieres a los dineros?
Rafaela hizo un gesto de impaciencia.
—No.
—?Adonde quieres llegar, Rafaela? —Era raro verla en esa actitud tensa.
—Me han contado en el mercado que el rey ha dispuesto condiciones especificas para los matrimonios compuestos por cristianos nuevos y viejos. —Hernando se echo hacia delante en la silla. No conocia esos detalles. «Continua», la insto con un gesto de su mano—. Las moriscas casadas con cristianos viejos estan autorizadas a permanecer en Espana y