siempre.
—?Cuanto tiempo he sonado...! —empezo a decirle al oido, pero Fatima no le permitio seguir hablando. Echo la cabeza hacia atras y le beso en la boca; fue un beso ardiente y triste, que el avivo deslizando las manos hasta su nuca.
Miguel y los ninos, que habian salido de entre los caballos, observaban atonitos la escena.
La columna de deportados de Castro del Rio rodeo las murallas de la ciudad y dejo atras el cuerpo de guardia que vigilaba los accesos al Arenal de Sevilla. Los moriscos se desperdigaron entre la muchedumbre y Rafaela se detuvo para hacerse una idea del lugar. Sabia que buscar. Dieciseis caballos juntos tenian que ser facilmente reconocibles incluso entre la multitud; con ellos estarian Hernando y los ninos.
—Estate atento a tus hermanos y permaneced junto a mi. No vayais a extraviaros —advirtio a Muqla al tiempo que se encaminaba hacia una carreta que se hallaba a pocos pasos.
Sin pedir permiso, se encaramo al pescante nada mas llegar a ella.
—?Eh! —grito un hombre que trato de impedirselo. Pero Rafaela ya tenia prevista aquella posibilidad y se zafo de el con determinacion—. ?Que haces? —insistio el carretero tirando de la saya de la mujer.
Solo necesitaba unos instantes. Aguanto los tirones, se puso de puntillas sobre el pescante y recorrio el amplio lugar con la mirada. Dieciseis caballos. «No puede ser dificil», musito Rafaela. El hombre hizo ademan de subir tambien, pero Muqla reacciono y se abalanzo sobre el para aferrarse a sus piernas. Un corrillo de curiosos se formo en el lugar mientras el carretero trataba de librarse a patadas del mocoso. «?Dieciseis caballos!», seguia diciendose Rafaela. Escuchaba los gritos del hombre y los esfuerzos de su pequeno por detenerle.
—?Alli! —se sorprendio gritando.
Los caballos aparecieron nitidos al pie de una torre resplandeciente que se alzaba en la ribera del rio, al otro extremo de donde se hallaban.
Salto del pescante como si fuera una muchacha. Ni siquiera sintio el dolor de sus pies al golpear sobre la tierra.
—Gracias, buen hombre —le dijo al carretero—. Deja tranquilo a este caballero, Muqla. —El nino libero su presa y salio corriendo por si se escapaba otra patada—. ?Vamos, ninos!
Se abrio paso entre los curiosos y se encamino airosa hacia la torre, con una sonrisa en los labios, sorteando a hombres y mujeres o apartandolos a empujones si era menester.
—Lo hemos conseguido, ninos —repetia.
Volvia a llevar a los pequenos en brazos. Muqla se esforzaba por seguir su paso.
—No quiero volver a separarme de ti —habia exclamado Fatima tras aquel largo beso.
Seguian muy cerca uno del otro, recorriendose con la mirada, posando los ojos en cada arruga de sus rostros, intentando borrarlas; por unos momentos volvieron a ser el joven arriero de las Alpujarras y la muchacha que le esperaba. El tiempo transcurrido parecia desvanecerse. Ahi estaban, los dos, juntos; el pasado se perdia llevado por la emocion del reencuentro.
—Ven conmigo a Constantinopla. —dijo Fatima—. Tu y tus hijos. No nos faltara de nada. Tengo dinero, Ibn Hamid, mucho dinero. Ya nada ni nadie me impide