—Os deseo una larga vida —anadio el noble al tiempo que echaba un pie al estribo de la montura—. Si teneis algun problema, hacedmelo saber.
Luego partio al galope.
Epilogo
Habian transcurrido cerca de dos anos desde aquella conversacion y, efectivamente, no habian tenido ningun problema para establecerse en una apartada alqueria del senorio de los Granada Venegas, bajo la proteccion de don Pedro, como antiguos criados suyos. Su forma de vida cambio. Hernando ya no poseia libros en los que refugiarse, ni siquiera papel o tinta con la que escribir. Tampoco caballos. El escaso dinero del que disponian no lo podia destinar a tales menesteres pero, de haberlos tenido, tampoco hubiera podido dedicarse a la caligrafia; la convivencia entre las familias que habitaban aquel lugar perdido en los campos era tan intima y cerrada que sus vecinos se habrian dado cuenta y habrian desconfiado. Las puertas de las casas estaban permanentemente abiertas y las mujeres rezaban rosarios en un constante murmullo que llego a convertirse en una cantinela propia del lugar. En alguna ocasion, no obstante, solos en los campos, con alguna ramita en la mano, casi inconscientemente, trazaba letras arabes sobre la tierra, que Rafaela o sus hijos borraban rapidamente con los pies. Solo Muqla, que cada vez mas tenia que atender al nombre de Lazaro, ya con siete anos, fijaba sus ojos azules en aquellos grafismos, como tratando de retenerlos. Era al unico de sus hijos al que Hernando continuaba ensenando la doctrina musulmana, siempre con el recuerdo del Coran que habia escondido en el
Salvo la excepcion que hacia con Muqla, evitaba hablar de religion; ni siquiera ensenaba a los demas ninos por miedo a que los descubriesen. Las gentes estaban revueltas y las denuncias contra los moriscos que habian logrado burlar la expulsion y esconderse eran constantes. Muerte, esclavitud, galeras o trabajo en las minas de Almaden, tales eran las penas que se imponian a los moriscos capturados. ?No podia arriesgar la vida de sus hijos! Pero Muqla era diferente. Mostraba el mismo color de sus ojos, el legado del cristiano que violento a su madre, el simbolo de la misma injusticia que impelio a los alpujarrenos a alzarse en armas.
Hernando resoplo, apoyo la larga vara en el suelo y se detuvo. Inconscientemente, fue a llevarse una mano a sus doloridos rinones, pero se dio cuenta a tiempo de que Rafaela le observaba y se reprimio.
—Descansa un rato —le aconsejo su esposa por enesima vez, sin dejar de doblar la espalda para recoger las aceitunas del suelo e introducirlas en un gran cesto.
Hernando apreto los labios y nego con la cabeza, pero se permitio observar a sus hijos durante unos instantes: Amin, que para el pueblo volvia a ser Juan, saltaba de una rama a otra del olivo. Reptaba por los troncos torcidos de los arboles para alcanzar aquellas aceitunas que se resistian a los golpes de la vara, igual que de nino hacia el con el viejo olivo que resistia al frio en uno de los bancales de Juviles; los otros cuatro