se cansaban pronto de unas lecciones que de nada podian servirles y le exigian sentarse para escuchar alguna historia de boca de Miguel. Luego, por la noche, en casa, los dos esposos charlaban de sus hijos, del futuro de Amin y Laila, que ya eran casi adultos, de los campos, de la vida y de mil cosas mas, antes de entrar en el pequeno cuarto que compartian donde, con ternura y carino, hacian el amor.
En una de las jornadas de duro trabajo se levantaron al alba para continuar con la recogida de la aceituna. Hernando tuvo que zarandear a sus hijos, que dormian juntos y encogidos en uno de los jergones, para que despertasen. Despues de un desayuno frugal, partieron al campo, en brumas, a la espera de que el calor del sol las levantase. Trabajaron en silencio. Rafaela estaba preocupada: a pesar de sus deseos, su cuerpo le indicaba que habia vuelto a quedar encinta. ?Como iba a traer a otro hijo a aquel mundo de pobreza y sufrimiento?
A media manana hicieron un alto para almorzar. Fue entonces cuando Roman, un anciano impedido que siempre quedaba en la alqueria, aparecio en la distancia, andando lentamente con la ayuda de su tosco baston. Desde alli, con el baston, senalo a Hernando y su familia a dos caballeros que le seguian.
—Don Pedro —anuncio Miguel, sorprendido, con la mirada puesta en los caballeros.
—?Quien le acompana? —pregunto Rafaela con la inquietud en el rostro.
—Tranquilizate, don Pedro no nos jugaria una mala pasada —dijo su esposo, pero en su voz habia una nota de temor.
Los dos caballeros se dirigian hacia ellos a medio galope.
Hernando se levanto y, por si acaso, se adelanto unos pasos para recibirlos. La sonrisa que vislumbro en los labios del noble le tranquilizo; entonces hizo un gesto a Rafaela para que tambien se acercase.
—Buen dia —saludo don Pedro saltando del caballo.
—La paz —contesto Hernando observando al acompanante del noble, de mediana edad, bien vestido aunque no al uso espanol, de barba cuidadosamente recortada y mirada penetrante—. ?Vienes a vigilar tus tierras? —Sonrio alargando la mano hacia don Pedro de Granada.
—No —contesto este aceptando el saludo y apretando con fuerza. La sonrisa con la que habia llegado se amplio. Rafaela se arrimo a su esposo mientras Miguel trataba de mantener a los ninos alejados—. Traigo buenas noticias.
Don Pedro rebusco entre sus ropas y extrajo un documento que le entrego con solemnidad.
—?No lo abres? —inquirio al comprobar que su amigo permanecia con el en la mano.
Hernando miro el documento. Estaba lacrado. Examino el sello. Se trataba del escudo real. Dudo. Temblo. ?De que se trataria?
—?Abrelo! —le insto Rafaela.
Miguel no pudo resistir la curiosidad y se desplazo hasta el con dificultad; las muletas se hundian en la tierra. Los ninos le siguieron.
—Abridlo, padre. —Hernando se volvio hacia su hijo mayor, asintio y rompio el sello.
Luego empezo a leer el documento en voz alta:
—«Don Felipe, por la gracia de Dios rey de Castilla, de Leon, de Aragon, de las dos Sicilias, de Jerusalen, de Portugal, de Navarra, de Toledo, de