Valencia, de Galicia, de Mallorca... —inconscientemente, fue bajando la voz hasta convertirla en un murmullo, mientras enumeraba los titulos de Felipe III—... archiduque de Austria... duque de Borgona...» —Al fin continuo leyendo en silencio.

Nadie se atrevio a interrumpirle. Rafaela, con las manos fuertemente entrelazadas, intentaba adivinar el contenido a traves del casi inapreciable movimiento de los labios de su esposo.

—El rey... —anuncio emocionado al poner fin a la lectura—, el rey, personalmente, nos excluye del bando de expulsion, a nosotros, Hernando Ruiz de Juviles y sus hijos. Nos reconoce como cristianos viejos y nos devuelve todas las propiedades que nos fueron requisadas.

Rafaela sollozo en una mezcla irrefrenable de risa y llanto.

—?Y Gil? ?Y el duque? —acerto a decir.

Hernando volvio a leer, esta vez en voz alta, con energia:

—«Asi lo ordenamos por el rey nuestro senor a los grandes, prelados, titulados, barones, caballeros, justicias, jurados, de las ciudades, villas y otros lugares, bailes, gobernadores y otros cualesquiera ministros de Su Majestad, ciudadanos y vecinos particulares de nuestros reinos.»

Le enseno la carta. Rafaela no podia contener el llanto. Hernando abrio los brazos y la mujer se refugio en ellos.

—Tu nuevo hijo nacera en Cordoba —sollozo entonces Rafaela al oido de su esposo.

—?Como se ha conseguido esto? —habia preguntado Hernando.

Don Pedro le indico que se separasen y mientras los tres paseaban entre los olivares le presento a su acompanante: Andre de Ronsard, miembro de la embajada francesa en la corte espanola.

—El caballero De Ronsard trae otra carta.

Los tres hombres se detuvieron a la sombra de un viejo olivo de troncos retorcidos. El frances rebusco entre sus ropas y le entrego un segundo escrito.

—Es de Ahmed I, sultan de Constantinopla —anuncio. Hernando le interrogo con la mirada y el frances se explico—: Como ya debes saber, a raiz de la expulsion de vuestro pueblo, fueron muchos los musulmanes que pasaron a Francia. Desgraciadamente, nuestras gentes les robaron, les maltrataron y hasta dieron muerte a muchos de ellos. Todos esos desmanes llegaron a oidos del sultan Ahmed, que de inmediato remitio un embajador especial a la corte francesa para que intercediese ante el rey a favor de los deportados. Agi Ibrahim, que asi se llama el embajador, consiguio sus propositos, pero estando en nuestro pais tambien recibio otro encargo que nos hizo llegar a la embajada francesa en Espana: conseguir vuestro perdon y el de vuestra familia... costara el dinero que costase. Y ha costado mucho, os lo puedo asegurar. —Hernando espero mas explicaciones—. No se mas —se excuso Ronsard—, simplemente me ordenaron que cuando consiguieramos nuestro objetivo buscasemos a don Pedro de Granada Venegas; que probablemente el sabria de vos por el asunto de los plomos. Solo me encargaron que le acompanase para entregaros la carta del sultan.

Hernando abrio la carta. La grafia arabe, pulcra y coloreada, estilizada, escrita por mano experta, le produjo un escalofrio. Luego empezo a leer en silencio. Fatima habia viajado a Constantinopla, como se proponia, y alli habia hecho entrega del evangelio al propio sultan. Ahmed I le felicitaba por la defensa del islam y le agradecia el

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