– ?Que tienes ahi?
– ?Que? -Tommy se abrocho el puno precipitadamente.
– Esas marcas del brazo… ?De que son?
Se encogio de hombros y se sonrojo, moviendose inquieto en la silla.
– Nada, no son nada… Estoy dejandolo, ?vale? -anadio de forma incongruente.
No daba credito a mis ojos. Me aproxime a el y baje la voz.
– Viste como acabo James Hocknell, ?verdad? De repente…
– James no era mas que un viejo chocho que se chuto para impresionar a una putita adolescente que acababa de conocer en la calle. No tenia ni idea de lo que estaba haciendo.
– Si, y por eso la palmo.
– No voy a morir, tio Matt.
– Seguro que el pensaba lo mismo.
– Mira, de todas formas no lo hago a menudo. La television estresa mucho; alguna vez he de relajarme, ?entiendes? Solo tengo veintidos anos y se exactamente cuanto puedo chutarme sin pasarme. Confia en mi, ?vale?
– Me preocupo por ti, Tommy -le confie en un arrebato conciliador-. No me gustaria que te pasara nada malo. Lo entiendes, ?verdad?
– Si, y te lo agradezco.
– Ese nino que esta en camino… no anuncia nada bueno.
– Es solo un nino, tio…
– Lo he visto demasiadas veces. Deja de dragarte, por favor. ?Seras capaz? No sigas el mismo camino que tus antepasados. Y espabila, muchacho, que ya va siendo hora.
Tommy se levanto y arrojo unas monedas sobre la mesa, como si quisiera demostrarme algo.
– Pago yo. Tengo que irme, me esperan en el plato dentro de veinte minutos. No te preocupes por mi. Se cuidarme.
– Ojala pudiera creerte.
Permaneci sentado contemplando como la gente se volvia al reconocer a Tommy mientras este salia del local. Se les iluminaba la cara, como si el encuentro hubiera aportado a sus vidas un poco de felicidad, y parecian ansiosos por contarselo a sus amigos. Y el no se daba cuenta de lo importante que era para aquellos perfectos desconocidos, y no digamos para mi.
13
A menudo me propuse averiguar, sin exito, el origen del nombre del pueblo donde fuimos a parar, Cageley, palabra derivada de «jaula». No obstante, sigue siendo uno de los lugares que conozco cuyo nombre se ajusta mas a la realidad: puedo asegurar que en mis doscientos cincuenta y seis anos rara vez he estado en una poblacion donde me sintiera tan enjaulado, tan atrapado, como en esa pequena aldea. Al llegar, lo primero con que uno topaba era la verja de hierro levantada en los limites del pueblo, por la que tenia que pasar todo el trafico rodado. Era una vista inusual y extranamente innecesaria, pues la verja estaba solidamente plantada en el suelo a un lado y otro del camino y siempre abierta, aunque tampoco habria cambiado nada si la hubiesen cerrado, pues uno podia rodearla y entrar en el pueblo por ambos lados.
Era una poblacion autosuficiente, de quinientos o seiscientos habitantes, todos los cuales parecian contribuir en algo al bien comun. Habia varias tiendas de ultramarinos, un herrero y, en el centro, un mercado donde los ninos de los granjeros se pasaban el dia vendiendo sus productos a otras familias del lugar. Tambien contaban con una iglesia, una escuela pequena y un ayuntamiento donde se representaban obras de teatro y se celebraban conciertos y diversas actuaciones.
Los senores Amberton nos invitaron a pasar la primera noche en su casa. Estabamos tan agotados que nos fuimos directos a la cama. Se trataba de una vivienda muy grande para dos personas solas, y para mi decepcion tenian una habitacion lo bastante espaciosa para que Tomas y yo durmieramos juntos, y otra mas pequena para Dominique. A la manana siguiente, la senora Amberton se ofrecio a ensenarnos el pueblo por si decidiamos quedarnos a vivir alli en lugar de continuar viaje a Londres. En cuanto di una vuelta por la aldea y contemple ese entorno supuestamente idilico, lleno de familias felices y satisfechas que gozaban de relativa prosperidad, me entraron ganas de quedarme. Tambien Dominique, a juzgar por su expresion, parecia embelesada por el porvenir de insospechada estabilidad que se abria ante sus ojos.
– ?Que piensas? -pregunte mientras avanzabamos por una callejuela; la senora Amberton iba unos pasos por delante con mi hermano pequeno de la mano-. No se parece en nada a Dover.
– Es verdad. Aqui no podrias continuar con tu antiguo estilo de vida. Todos parecen conocerse, y si robaras seguro que nos ahorcarian.
– Hay otras formas de ganarse la vida. En este pueblo hay trabajo, ?no crees?
No contesto, pero yo estaba seguro de que le gustaba lo que veia. Al final convinimos en que nos quedariamos un tiempo y empezariamos a buscar trabajo enseguida. Los Amberton se mostraron encantados cuando les comunicamos la noticia -me senti un poco como un pardillo al que intentaran captar en una secta- y nos ofrecieron vivir en su casa y empezar a pagarles en cuanto encontraramos un empleo. Aunque ambos me parecian tan repulsivos como sus modales y costumbres, y aunque ya entonces intuia que estaba llamado a vivir otras experiencias, no tenia mas remedio que aceptar. Al fin y al cabo, su propuesta era muy generosa, pues no podiamos saber cuando empezariamos a cobrar un sueldo. Las dos primeras noches los cinco nos sentamos juntos frente a la chimenea de la casa; Tomas dormia mientras Dominique pensaba en sus cosas y yo escuchaba a nuestros anfitriones relatar con lujo de detalles su vida en comun. Amberton amenizaba la conversacion con continuas toses, escupitajos al fuego y largos tragos de whisky. Me parecio que se estaban encarinando con nosotros y empezaban a tratarnos como a los hijos que nunca habian tenido; lo notaba en el modo en que nos miraban, sobre todo a Tomas, y para mi sorpresa senti que me gustaba esa sensacion. Hasta entonces no habia conocido una familia tan unida y feliz como la que formamos la breve temporada que pasamos con los Amberton, y en toda mi larga vida no he vuelto a experimentar nada parecido.
– El padre de mi mujer no queria que me casase con ella -nos conto Amberton una noche-. Tenia muchas pretensiones, ?sabeis?, y no siempre se cumplieron.
– Pero era un buen hombre -intervino ella.
– Quiza lo fuera, querida, pero tenia unas aspiraciones desmedidas para haberse pasado media vida ordenando vacas; recuerda que cuando recibio la pequena herencia que le dejo la anciana tia de Cornualles ya estaba en la cincuentena.
– ?Mi tia abuela Mildred! -rememoro la senora Amberton-, Vivio sola toda su vida y siempre vistio igual. Llevaba un vestido negro y zapatos rojos, y cuando tenia compania se ponia guantes. Dicen que estaba un poco trastornada, al parecer por un triste episodio que habia vivido en su juventud, pero yo, si quereis saber mi parecer, siempre he pensado que le gustaba ser el centro de atencion.
– Como quiera que fuese, el caso es que dejo todo su dinero al padre de mi esposa -continuo Amberton-, y desde entonces cualquiera que lo viese habria jurado que era un miembro de la aristocracia rural. «?Y como piensas mantener el nivel de vida al que esta acostumbrada mi hija?», me pregunto la noche en que fui a pedirle la mano de mi mujer. «Pero si acabas de salir del cascaron, chico.» Entonces le conte mis planes y que me proponia entrar en el mundo de la construccion en Londres; pensad que por entonces podia ganarse mucho dinero en ese negocio, y el va y se pone a olisquear el aire como si yo hubiera soltado alguna ventosidad, cosa que no habia hecho, y luego me dice que no soy un buen partido y que mejor me busque la vida en otra cosa, y que vuelva cuando tenga un porvenir mas halagueno.
– ?Igual que si hubiera ido a pedir trabajo! -exclamo la senora Amberton, como si la respuesta de su padre