no queria verme obligado a empezar de cero una vez mas.
Echaba de menos a Dominique; era la primera vez que no viviamos bajo el mismo techo desde nuestro encuentro en el barco rumbo a Dover. El domingo por la noche venia a cenar a casa de los Amberton, y me parecia que a medida que pasaban las semanas nos distanciabamos mas y mas, pero no sabia como evitarlo. Sin embargo, raro era el dia que no nos veiamos, pues Jack y yo siempre comiamos en la cocina y muchas veces era la misma Dominique quien nos preparaba el almuerzo, dado que formaba parte de su trabajo. Recuerdo que siempre procuraba servirnos raciones generosas. Trabo amistad con Jack, aunque creo que este encontraba intimidante su belleza y un poco extrano el hecho de que ella y yo fuesemos «parientes».
– Tu hermana es muy guapa -me confio un dia-, aunque un poco delgada para mi gusto. No os pareceis mucho…
– No, la verdad es que no -repuse, dando por terminada la conversacion.
Los Amberton estaban fascinados por la vida que llevabamos en la mansion; de hecho, les cautivaba la mera presencia de unos aristocratas en la vecindad. A Dominique y a mi nos asombraba comprobar que dos aldeanos podian albergar semejante temor reverencial hacia un hombre y su mujer. Por muy absurdo que nos pareciera, el domingo por la noche siempre respondiamos al interrogatorio a que nos sometian en relacion con nuestros patrones, como si cada dato que les proporcionaramos los acercara un poco mas al paraiso.
– Me han contado que en su habitacion lady Margaret tiene una alfombra de mas de cinco centimetros de grosor y ribeteada en piel -dijo la senora Amberton.
– Nunca he entrado en su habitacion -respondio Dominique-, pero, por lo que se, la senora prefiere el entarimado desnudo.
– No se quien me dijo que sir Alfred posee una coleccion de armas tan amplia como la del ejercito britanico - comento el senor Amberton-, por no mencionar la de un museo de Londres, y que ha contratado a un hombre solo para que las limpie y pula todos los dias.
– Pues la verdad es que no lo se -repuse-. Nunca la he visto.
– Tambien he oido decir que cuando sus hijos los visitan, hacen que les preparen un cochinillo a cada uno y que solo beben vinos anejos de mas de un siglo.
– David y Alfred Iunior apenas comen -dijo entre dientes Dominique-. Y los dos afirman que el alcohol es obra del demonio. Al hijo menor todavia no lo conozco.
Despues de cenar en casa de los Amberton, acompanaba a Dominique de vuelta a la mansion; ese era el unico rato de la semana que pasabamos a solas. Caminabamos despacio y en las noches calidas nos deteniamos a descansar en la orilla del lago. Para mi era el mejor momento de la semana, pues podiamos ponernos al corriente de nuestras vidas sin preocuparnos de que alguien nos oyera ni tener que mirar el reloj continuamente.
– No recuerdo haber sido tan feliz en toda mi vida -me conto una noche mientras caminabamos con el perro de los Amberton,
– Al final las cosas cambiaran, ya lo veras. Aunque queramos no podemos quedarnos aqui para siempre. Despues de todo -anadi, repitiendo las ideas que Jack habia logrado inculcarme-, no queremos ser lacayos el resto de nuestra vida, ?no? Podriamos hacer fortuna en otra parte.
Suspiro y no respondio. Me di cuenta de que a menudo pensaba en Dominique, Tomas y yo como «nosotros». El solido nucleo familiar que habiamos formado en el pasado se habia deshecho un poco debido a la nueva situacion en Cageley. Sabia que habia aspectos de la existencia de Dominique que yo ignoraba. A veces me hablaba sobre las nuevas amistades que habia entablado en la casa y en el pueblo y de los ratos que pasaban juntos; como es natural, al no ser yo mas que un simple palafrenero, quedaba excluido de esa vida. Le conte cosas acerca de Jack y le propuse que organizaramos una merienda campestre con este y Elsie. Aunque se mostro conforme, adverti que en el fondo la idea no la atraia. Nos estabamos distanciando y eso me angustiaba. Temia llegar una manana a Cageley House y descubrir que la noche anterior Dominique se habia ido para siempre.
Una luminosa tarde de verano, mientras limpiabamos los establos, se presento el senor Davies, el mayoral de la cuadra, de quien Jack y yo recibiamos ordenes. Era un hombre insipido de mediana edad, pasaba la mayor parte del dia -o al menos eso me parecia- sentado a la mesa de la cocina escribiendo pedidos, y rara vez nos dirigia la palabra. Dejaba que Jack se encargara de la cuadra como mejor le parecia y, aunque mantenia el control nominal, toda pregunta o duda pasaba por mi amigo.
Ivi desden que sentia hacia todos los empleados de la casa saltaba a la vista, aunque el tambien era un simple asalariado. Siempre que podia evitaba hablar con nosotros, y cuando lo hacia era para senalar nuestros errores. En una ocasion se desato un fuego en la cocina que echo a perder todos los platos que se habian cocinado. El senor Davies no nos quito el ojo de encima durante lodo el dia, hasta que al final se acerco y murmuro «Al menos no lia sido culpa mia», como si a Jack o mi nos importase. Su mayor deseo era que lo consideraramos un superior, un mayoral competente, y no podia estar mas lejos de esa aspiracion. Por tanto, nos sorprendio que esa tarde se acercara y nos ordenase que dejaramos la horca un instante porque tenia algo importante que comunicarnos.
– La proxima semana vendra el hijo de sir Alfred a pasar unos dias con unos amigos. Van a organizar una caceria y durante su estancia debereis cuidar unos cuantos caballos mas. Ha dejado bien claro su deseo de que tengan un aspecto inmejorable por la manana, de modo que tendreis que trabajar aun mas duro.
– Es imposible que tengan un aspecto mejor que el que tienen ahora -replico Jack con aspereza-. Asi que no pida mas, porque no puede mejorarse. Si no le gusta como estan, pruebe usted mismo.
– Bueno, pues entonces tendras que quedarte mas rato trabajando para que los otros caballos tambien reciban el fantastico trato que les das, ?no crees, Jack? -dijo el senor Davies sarcasticamente, esbozando una sonrisa y ensenando sus dientes rotos-. Porque ya sabes como se pone el senorito cuando insiste en algo, sobre todo si viene con sus amigos. Y, ademas, el es el amo. Quien paga manda, no lo olvides.
«Tambien es tu amo», pense. Jack gruno y nego con la cabeza como si la palabra «amo» lo ofendiera.
– ?Cual de ellos es? -pregunto-. ?David o Alfred Junior?
– Ninguno de los dos -respondio Davies-. Es el menor, Nat. Al parecer cumple veintiun anos o algo asi y por eso ha decidido organizar la caceria.
Jack maldijo entre dientes y dio una patada al suelo de pura frustracion.
– Ya se yo lo que le regalaria a ese para su cumpleanos -mascullo, pero Davies fingio no oir nada.
– Mas tarde os dare vuestro horario para la semana que viene -dijo-. Y no os preocupeis, que el viernes os pagaran un poco mas. De modo que nada de acostarse tarde, ?eh? Necesitaremos que esteis bien despiertos.
Cuando se marcho me encogi de hombros. No tenia ninguna objecion. Disfrutaba con mi trabajo y estaba encantado con lo que habia mejorado mi cuerpo gracias al esfuerzo fisico: mi pecho era mas ancho y mis brazos mas fuertes. Los Amberton habian comentado mi transformacion y admiraron lo guapo que me habia vuelto. Ya no era el muchacho esqueletico que habia llegado alli unos meses antes, y hasta algunas chicas del pueblo me dirigian miradas coquetas. Ahorrar unas libras mas no me haria ningun dano. Ademas, era la primera vez en mi vida que me sentia realmente adulto y desde luego la sensacion me gustaba. Fue una suerte que me sintiese asi, porque comportandome de forma infantil no habria conseguido sobrevivir a mi primer encuentro con Nat Pepys.
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