Alicia Gimenez Bartlett

Dias de amor y enganos

PRIMERA PARTE

Aquella era una historia sin cuerpo, sin alma, sin interes. Unos cuantos personajes de nombres poco corrientes se movian sin parar por escenarios urbanos. Amor, desamor, pasiones no correspondidas, soledad. Un asco. Nada de aquello le interesaba o conseguia emocionarla, de modo que tiro el libro al suelo desde el sofa donde se encontraba. Cayo con el lomo hacia arriba, formando una pequena tienda de campana. Si todos los libros que habian viajado con ella hasta aquel rincon del mundo resultaban parecidos, se veria obligada a pedir mas a Espana antes de lo previsto. Derrumbado sobre la alfombra, tenia aspecto de haberse caido por casualidad. A la manana siguiente, Luz Eneida lo recogeria amorosamente sin preguntarle ni preguntarse como habia llegado hasta alli. Luego, lo colocaria sobre la mesa y aprovecharia para quitarle el polvo. Luz Eneida le quitaba el polvo a todo, incluso a los libros nuevos que no tenian polvo. Tampoco sentia curiosidad por las cosas que veia en la casa, todo parecia darle igual. Realizaba sus rituales domesticos con conformidad y alegria. En aquel pais podria haberse dicho que nadie se rebelaba contra su destino social. Pero cuando lo hacian, empleaban toda la parafernalia de la revolucion, los bigotazos, el viva Mexico libre, panuelos tapando caras y fusiles sovieticos en las manos. Sin embargo, uno a uno eran dociles y dulces como brisas de primavera. No pasaba lo mismo en Espana. En sus paseos solitarios por la ciudad, solia coger a veces el metro, un autobus. Observaba. Abundaban las mujeres que regresaban de su trabajo, siempre ensimismadas, ausentes, con un rictus dolorido y amargo en la boca. Oficinistas cortas de sueno. Limpiadoras con los dedos enrojecidos por la lejia y el agua demasiado caliente. Un fuerte resentimiento en los ojos. Inmigrantes de rostro preocupado. Jovenes cajeras aburridas. Perderia todo eso de vista durante un tiempo. Fin a sus visitas antropologicas para estar al tanto de la marcha vital de la gente de su ciudad, aunque tampoco le importara demasiado.

Encendio un cigarrillo y, recordando que aun no habia desayunado, lo apago en el cenicero. Llevaba un mes en Mexico. No se arrepentia de haber seguido a Santiago hasta alli, pero tampoco se alegraba. El efecto vivificante que el pais prometia aun no se habia manifestado. Sin embargo, la desubicacion en la que ahora vivia le permitia olvidarse un poco de si misma, escaparse de los muros angustiosos de su personalidad. O eso esperaba, y lo esperaba con poca fe, porque en el fondo estaba convencida de que volveria a estar atrapada en la pequena y asfixiante habitacion de su cerebro. Sabia bien que la pretension de que el medio logre cambiar algo en nosotros es optimista e ilusoria. No era la primera obra en el extranjero a la que acompanaba a su marido. Anos atras habia estado con el mientras se construia un ferrocarril en Marruecos, y habia pasado tres anos a su lado de los cinco en que trabajo como ingeniero jefe de las obras del metro en Hong Kong. Pero aqui era distinto, mucho mas tipico y colonial. Aqui se encontraban en medio del campo, viviendo en una colonia fabricada ex profeso para las esposas de los empleados, unas veinte personas, a las afueras de un pueblo pequeno llamado San Miguel. Los maridos se alojaban en un campamento de barracones de madera a varios kilometros, concentrados en la presa que estaban construyendo. Ambas comunidades solo se reunian los fines de semana. La colonia tenia un aspecto desfasado, como una mision del siglo xix: casas encaladas, una para cada familia, rodeadas de un jardin particular delimitado por vallas de madera. Tambien los espacios comunes imitaban inspiraciones arquitectonicas de otro tiempo: pistas de tenis, parques cuidados y, por supuesto, el club social. El club era un edificio de planta muy amplia que contenia un saloncito de lectura, un gran restaurante, una sala para celebraciones y un bar. Cuando lo vio por primera vez dio gracias a Dios en silencio. Gracias, Dios mio, un bar. Un lugar neutro donde estar sola. Hubiera sido incomodo tener que llegarse hasta San Miguel cada vez que quisiera beber una copa, y terrorifico tener que beber siempre en su propio hogar. Un bar. No se encuentra la calma impersonal de los bares en el propio hogar. En el hogar siempre te sigue tu espectro, que es como un perro ciego y sordo, fiel pero insensible a las ordenes.

En el mes que llevaba alli ya habia visitado muchas veces el bar, procurando siempre no coincidir con el resto de las esposas. Apenas habia convivido con ellas, se habia limitado a saludarlas de modo amable y convencional. No reunian ningun punto de interes. Las mujeres, agrupadas, le causaban un instantaneo malestar. Era como si todas retrocedieran hacia un estadio infantil en el que abundaban los comentarios complices y las risitas. Cuando ella llego, aquel grupo de esposas ya llevaba mas de un ano alli, de modo que ella pudo advertir como su incorporacion tardia generaba bastante curiosidad. Un elemento nuevo siempre agita las aguas de la monotonia. No tuvo mas remedio que mostrarse precavida para guardar las distancias en aquellos primeros momentos, era un precedente que la ayudaria a crearse un espacio en el que nadie pudiera irrumpir. Con el fin de mantenerlas a raya, agito con fuerza la bandera del trabajo. Les solto la consabida chachara: uno de los motivos de haber seguido a su esposo hasta alli era poder trabajar en sus traducciones con tranquilidad. En Espana cada vez resultaba mas dificil encontrar un poco de sosiego. El mundo de las letras se habia vuelto frivolo… demasiados compromisos, un monton de actividades en las que era casi imposible negarse a participar. Consecuentemente le preguntaron que libro estaba traduciendo en la actualidad, y entonces pudo anunciar la buena nueva: «Selecciono y traduzco los diarios de Tolstoi. Es una larga labor, una labor seriada de muchos anos, una especie de sacerdocio.» Solia funcionar, y funciono tambien aquella vez. Los diarios de Tolstoi son cosa seria, nada de veleidades. Se necesita una extraordinaria concentracion. Tolstoi es un padre de las letras universales y no admite trampa ni carton. Estaba casi segura de que la dejarian en paz, y se sentiria libre para reivindicar su soledad, para no adscribirse a posibles movimientos amistosos que se generaran a su alrededor. Ninguna de las esposas de colegas podria sentirse ofendida, y si luego la descubrian en el bar o deambulando sin rumbo por los jardines de la colonia, siempre podia aducir que se las veia con un pasaje especialmente espinoso de los diarios, un parrafo que requeria abstraccion absoluta del mundo. Es sabido que la vida de Tolstoi no es como la vida de una cupletista, ni siquiera como la de un politico.

Miro por la ventana a tiempo de ver como Susy estaba cruzando el jardin hacia alli. Era la esposa de Henry, el ingeniero mas joven del grupo, ambos norteamericanos. El trabajaba en la misma multinacional de construccion que Santiago y los demas. Habia aterrizado en San Miguel desde Nueva York para unirse al equipo de tecnicos espanoles. Susy no tendria mas de treinta anos y era peligrosa, muy peligrosa. En aquel lugar y con aquella compania no era arriesgado pensar que sus dias transcurrian en el mayor aburrimiento. Ya habia hecho un par de serios intentos de intimar con ella. Al parecer, Tolstoi no la habia impresionado hasta el punto deponerla en fuga. Deberia haber probado con algun santon americano: Wordsworth, quiza Whitman. Un peligro. Le abrio la puerta antes de que hubiera llamado y le sonrio sin vigor. Llevaba un plato en la mano, tapado por una servilleta. ?Habia sido capaz de traerle una especialidad culinaria confeccionada por ella misma? No podia creerselo, era demasiado estupido para ser cierto.

– ?Bueno, no me mires asi! ?No vas a invitarme a entrar?

– Perdona, me he distraido mirando… eso que llevas en la mano.

Aparto la servilleta como si fuera un prestidigitador y mostro una especie de tarta de aspecto pringoso. Paula tardo un poco en decidir como era correcto reaccionar ante aquello, incluso temio haber puesto cara de asco.

– ?Es para mi?

– A lo mejor te parece una tonteria, pero en America hacer esto es una costumbre de buena vecindad hacia el recien llegado. Tu llevas casi un mes aqui y yo no…

– ?Pasa, pasa a la cocina! ?Puedo ofrecerte un cafe?

– Eso completaria exactamente el rito.

– ?Adelante, pues, completemos el rito!

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