negro.
– ?Por donde se desnuda uno? – decia Santos al levantarse.
– Alli, tras aquellas matas. Yo voy contigo.
– ?Ni pensar! De aqui no nos movemos. Con lo a gusto que estamos en el. No te hace falta, ademas.
– Vaya una gandulitis que nos traemos todos esta manana.
– Aguda.
– Tira, Alberto; vamonos ya.
Santos y Tito se alejaron hacia unos matorrales, al pie del ribazo. Dijo Santos:
– ?Que le pasa a Daniel?
– Ah, yo no se. ?Que le pasa?
– ?Pues no le notas que esta como cabreado? No dice una palabra.
– Tiene ese humor, ya lo conoces. Tan pronto es el que mete mas escandalo, como igual se te queda de un aire.
– Pues se ha puesto a soplar que da gusto.
– Dejalo que se anime.
Andaban alli pelando patatas y cebollas una madre y su hija; la chica, en banador, como de quince anos, muy delgadas las piernas, con una pelusilla dorada. Habia peladuras cerca de la botella del aceite, junto a una toalla rosa y una jabonera de aluminio. Alguien estaba ya en el rio y llamaba, medio cuerpo escondido bajo el agua naranja, y agitaba la mano: «?Madre! ?Madre, mireme usted…!»; resonaba muy limpida la voz. «?Ya te veo, hijo mio, ten cuidado…!» Los cuerpos tenian casi el color de las aguas.
– En estas matas – dijo Tito.
Habia un par de zarzales; detenian mucho polvo en sus hojas oscuras y asperas. Cerca, los restos de otro zarzal quemado, los munones de los tallos hechos casi carbon, en una mancha negra. Tito miraba el torso astenico de Santos, cuando este se hubo sacado la camisa:
– ?Que blanquito!
– Claro, vosotros vais a las piscinas. Yo nunca tengo tiempo. Va a ser la primera vez que me chapuzo este verano.
– Pues yo tampoco no te creas que habre ido mas de un par de veces o tres. Lo que pasa es que tengo la piel morena de por mi. Tu te vas a poner como un cangrejo, ya lo veras.
– Ya, si por eso queria yo el albornoz. Mucho sol no me conviene el primer dia.
Alberto se pasaba las manos por los hombros. Se miro en derredor.
– Lo que es las chicas – dijo -, dudo mucho de que se quieran desnudar en este sitio. Te ven desde todas partes.
– Ellas lo traen ya seguramente debajo de la ropa. Luego se trapichean detras del primer tronco, y listo.
– Son ganas de pasar calor. Oye: la Mely es la que esta un poco repipi esta manana.
– ?
– No se… ?no la oyes que no hace mas que preguntar por Zacarias y los otros?
– ?Y que con eso?
– Hombre, pues que se yo; lo mismo que decir que ha venido a disgusto. Pues haberse agregado a la otra panda, ?no te parece?
Santos se encogia de hombros.
– Alla ella – dijo-. Por mi… Bien de mas esta.
Desde Coslada, el camino mas derecho era venir toda la via adelante, hasta el paso a nivel. No le importaban los zapatos. Cuando nuevos, le habian importado. Ahora solo recien limpios le volvian a importar un poquito por los cantos agudos de la via. A veces, cuando nadie lo miraba, venia haciendo equilibrios por cima de un rail. La nina de la caseta tenia un vestido rojo y oteo a las gallinas que se habian metido a pisarle la ropa tendida sobre el suelo. La parra, encima de la puerta, tenia las hojas con humo de los trenes. La nina lo vio venir y se paro a mirarlo. No se reia de verlo subido en el riel, pero de pronto le grito:
– ?Que viene el tren!
El hombre de los zapatos blancos se volvio bruscamente hacia atras: era un chasco. Y la nina corria a meterse en su casa como un gato pequeno. En el paso a nivel dejo el hombre la via y torcio a la derecha. Tambien aqui ponia los pies con cuidado, para que el polvo de la carretera no le ensuciase lo blanco de los empeines.
– Buenas.
– Buenos dias.
Se cruzo con Justina y su madre que salian con capachos. La chica lo miro de arriba abajo y se alejaba cubriendose del sol con un panuelo de colores.
– ?Que hay?
– Nada. Ya lo ve usted.
– ?Le pongo un vaso?
– Si.
Miro hacia fuera. Veia en el camino a las dos mujeres. Puso las unas sobre el mostrador. Cuando el vaso sono en la madera, se volvio hacia Mauricio.
– ?Estuvo Julio, anoche?
– ?Cual de los dos?
– El capataz. – No; el capataz no vino. El otro, si.
– ?Vendra esta noche?
– ?El capataz? Supongo.
El hombre de los zapatos blancos puso los labios en el vino y miro hacia la puerta de nuevo.
– Menudo calor.
– Si que lo hace, si. No parece sino que espera los domingos para apretar mas todavia.
– Ya; ese no guarda fiestas – dijo Lucio-. Pues habra que ver el rio a estas horas; como estara ya de gente.
– Lo creo – repuso el otro, y se volvia a Mauricio -. ?Estas seguro de que viene?
– Supongo yo que si, ya le digo. Hoy, dia de fiesta, casi cierto.
Observo al hombre de los zapatos blancos y se apartaba hacia el fregadero. El otro ya no decia nada. Se quedaron los tres como esperando.
– Pero cuidado que hemos hecho el ridiculo a, lo largo de toda nuestra vida – decia, despues, el hombre de los zapatos blancos -. Pongame otro vasito, Mauricio, haga el favor.
Mauricio cogio la frasca y lo miraba con curiosidad. Con voz prudente pregunto:
– Usted sabra lo que quiere decir.
– ?Por que lo digo? Por todo. ?A que me vine yo a Coslada? ?Pero a santo de que? Se callaba de nuevo.
– Yo lo unico que digo es que en mi tierra es en donde tenia que haberme quedado. Mejor me valdria. Es que las cosas se saben siempre tarde.
Lucio y Mauricio lo observaban. Este volvio a preguntar:
– ?Tan mal le va? ?Pues y que le ha ocurrido, si es que puede saberse?