– Pues nos has dado la funcion, Carmela – le decia la Mely -; se te ha visto hasta la vacuna.
– ?Bueno! Vaya una cosa mas terrible; si no habeis visto mas que eso.
– Nos ha retratado a todos, eso si.
– Venga, nina; levanta de una vez.
– Despacio, hombre, despacio…-y volvia a reirse.
– Luego enjuagas la falda en el rio, cuando nos banemos – aconsejaba Alicia -. Se te seca en un dos por tres.
– Tambien fue de los que hacen epoca el guarrazo que se pego Fernando el dia que fuimos a Navacerrada. ?Os acordais?
– Ya lo creo. Cada vez le toca a uno.
– El que se acuerda soy yo; el dano que me hice con los cantos aquellos del demonio.
– Te sento mal que nos riesemos y todo.
– Pues a ver. Me iba a hacer gracia.
– ?Por que sera que todos se rien siempre que alguno se cae? Basta que uno se caiga para escacharse de risa los demas.
Habia ya varios grupos en los arboles, corros sentados a la sombra sobre periodicos y colchas extendidas. No habia casi hierba; solo un suelo rapado y polvoriento. Apenas si persistia algun mechon de grama retorcida y rebozada con el polvo. Sobre el polvo, botijos y sandias y capachos de cuero. Un perro queria morder una pelota. Corrian descalzos en la mancha de sol, entre dos porterias improvisadas. Los troncos estaban atormentados de incisiones, y las letras mas viejas ya subian cicatrizando, connaturandose en las cortezas; emes, erres, jotas, iban pasando lentamente a formar parte de los arboles mismos; tomaban el aspecto de signos naturales y se sumian en la vida vegetal. Corria el agua rojiza, anaranjada, trenzando y destrenzando las hebras de corrientes, como los largos musculos del rio. En la orilla habia juncos, grupos de tallos verticales que salian del agua y detenian la fusca en oscuros pelotones. Sobresalia algun banco de barro, al ras del agua, como una roja y oblonga panza al sol.
– Aqui entre estos cuatro troncos nos sentabamos el ano pasado.
– De hierba no es que haya mucha, la verdad.
– El ganado se la come.
– Y los zapatos de la gente.
Alli mismo extendieron el albornoz de Santos, de color negro, entre dos arboles, y Mely se instalaba la primera, sin esperar a nadie.
– Pareces un gato, Mely – le decian -; ?que bien te sabes coger el mejor sitio! Lo mismo que los gatos.
– A las demas que nos parta un rayo. Deja un huequito siquiera.
– Bueno, hija; si quereis me levanto, ya esta. Se incorporo de nuevo y se marchaba.
– Tampoco es para picarse, mujer. Ven aca, vuelve a sentarte como estabas, no seas chinche.
No hacia caso y se fue entre los troncos.
– ?La has visto? ?Que le habran dicho para ponerse asi?
– Dejarla ella. La que se pica, ajos come.
Daniel se habia alejado y estaba inspeccionando la corteza de un tronco. Mely llego junto a el.
– ?Que es lo que buscas? Levanto la cabeza sorprendido:
– ?Eh? Nada. Amelia sonreia:
– Hijo, no te pongas violento. ?No lo puedo ver yo?
– Dejame, anda; cosas mias. Tapaba el tronco con la espalda.
– ?Ay que antipatico, chico! – reia Mely -. Conque secreto, ?eh? Pues te fastidias, porque me tengo que enterar.
– No seas pesada.
Mely buscaba entre las letras, por ambos lados de Daniel
– ?Te apuestas algo a que lo encuentro?
– Pero ?cuidado que eres meticona!
– ?Como estais todos, hoy, que barbaridad!
Se aburria y se dio media vuelta, hacia los otros. Rayas, manchas de sol, partian la sombra. Carmen se habia tendido sobre el albornoz de Santos y miraba a las copas de los arboles. Aparecio encima de ella la cabeza de Mely, contra las altas hojas.
– Echate, Mely; hay sitio para las dos. Vas a ver tu que bien.
Amelia la miro sin contestar y luego recorria con los ojos la orilla y la arboleda y los grupos de gente; dijo:
– ?Donde andaran los otros?
– ?Que otros?
– El Zacarias y la pandilla.
– ?Ah, esos; a saber! ?Seguro que venian?
– Claro que si. En el tren. En eso fue lo que quedaron anoche con Fernando. ?No, tu?
– Me lo dieron por cierto. Y que luego a la tarde coincidirian con nosotros en el merendero para formar un poquito de expansion.
Mely seguia mirando.
– Pues no se los ve el pelo por ninguna parte.
– Hablaron de que iban a no se que sitio que conocen ellos – decia Tito, escarbando en el polvo -. Y ademas no los precisamos para nada…
Amelia se volvio bruscamente hacia el y luego desistia de mirar y se tendio en el albornoz, junto a Carmen.
– Ni siquiera a la sombra se esta a gusto – dijo.
– Yo digo que nos banemos.
– Aun es pronto.
Santos miraba un partido de futbol, que proseguia encarnizadamente en un claro del soto, entre unos cuantos chavales en traje de bano y una pelota encarnada. «Tuya, tuya, chico…», murmuraba Santos. Corrian moviendo polvo bajo el sol. Todos los del grupo estaban sentados ahora tumbados o recostados con los codos en tierra, dando cara hacia el rio. Fernando quedaba en pie, junto a Tito, y este le rodeaba la alpargata con un palitroque, dibujando la horma en el polvo. Fernando se volvio:
– ?Que me haces? – contemplo todo el grupo -. ?Pues vaya un espectaculo! Chico, me pareceis el peloton de la modorra. ?Que tios!
Se rascaba la nuca; saco el pecho, estirandose.
– Trae que me tumbe yo tambien, si no. Y echamos el completo.
Daba vueltas en torno de los otros, buscando un acomodo.
– Das mas rodeos que los galgos cuando quieren echarse. Aparca ya por ahi en donde sea.
– Toma, hijo; te cedemos el pico ese, si es que eres tan escogido. Con tal que dejes de marearnos a todas, tanto ir y venir.
– Sin traspaso, por ser para usted.
Le hacian un hueco junto a sus piernas, en el albornoz.
– Gracias, Mely, preciosa; no esperaba yo menos de ti.
Se sento. Andaba un viejo fotografo por los arboles, tirando de un caballo de