Ahora en el rectangulo de luz que la puerta de Aurelia proyectaba en la explanada, reconocio Gumersindo la silueta del tricornio de su pareja, que se habia asomado para llamar a Sebastian. Este salio de entre las mesas y entraba con el guardia al merendero. Reanudo Gumersindo la charla interrumpida:
– Mas peligrosos son los vivos – dijo -. Estos son los que dan los disgustos. Los muertos estan los pobres para pocas.
– Si, conforme; pero el caso es que a todo el mundo le dan mala espina, y eso por algo sera. Nadie las tiene todas consigo, respecto a eso.
– Pues que me dieran a mi de rozarme con muertos, en lugar de tener que bregar a todas horas con maleantes y andar a vueltas con los superiores. A cierraojos me cambiaba, fijese usted.
– Pues a mi no. Yo, mire, a lo mejor le da risa, pero a mi es una cosa rara lo que me pasa con esto. Ya lo se de otras veces que lo he tenido que hacer. ? Sabe usted la impresion que a mi me queda, cuando he metido algun muerto en el coche? – hizo una pausa y continuo -: Pues que me da la sensacion de que el asiento se ha quedado como sucio, fijese usted que tonteria. Oiga, pero que me da hasta reparo de tocarlo, igual que andar con ratas o culebras, una aprension semejante. Y eso no se crea usted que me dura pocos dias. Despues ya me olvido y se me pasa.
El guardia ladeaba la cabeza:
– Las imaginaciones – dijo -. Todos tenemos las nuestras particulares.
– Por eso es por lo que a mi no me gusta. No por la cosa de llevarlo a donde sea, que eso total es cuestion de un rato nada mas, sino por luego los dias que me estoy acordando de que lo tuve ahi sentadito y que me creo que ha dejado alguna cosa como pegada al pano del asiento, o yo que se, y no se me va de la cabeza.
– Eso tratandose de infecciosos tendria alguna justificacion. Pero asi…
– Nada; convencimientos que le entran a uno y buena gana de andarse con razones para quererlos desechar.
– Eso es, si ademas yo lo reconozco; cuanto mas tonta y mas sin fundamento es una idea, mas imposible de sacarsela uno de los propios sesos. Eso es lo que son las aprensiones, ni mas ni menos, si senor.
Ahi en las mesas, seguian todos inmoviles, en un grupo desfallecido y silencioso. Habia salido el chico de la luz a recoger las sillas y las mesas de tijera y las iba cerrando una a una y las metia en una dependencia de la casa. La terraza se fue despoblando de sillas y de mesas, y quedaron tan solo, como un reducto, las que aun ocupaban los companeros de Lucita; todo vacio alrededor. Luego salia la moza con la escoba y se ponia a barrer el suelo en torno de ellos: papeles pisoteados, mondas de frutas y servilletas de papel, cajetillas vacias y colillas de puro y chapas de botellines de cerveza, de orange y cocacola; bandejas de carton y cajas aplastadas, con letreros de tiendas de reposteria, tapones, cascarillas de cacahuetes, periodicos, todo esparcido, revuelto con el polvo, tras de la fiesta consumida. Lo iba empujando y arrastrando con la escoba y formaba montones junto al malecon; despues metia la escoba, y los despojos desbordaban el zocalo de cemento y caian hacia el agua. Aun alli blanqueaban huidizos, un instante, y desaparecian en seguida en la oscura voragine de la compuerta, con la fuga del rio.
Salio de nuevo el guardia joven, con Sebas y Paulina, y despues de hablar un momento con su companero, les comunicaba a todos en voz alta que ya podian marcharse, que el senor Juez habia ordenado que se les dejase en libertad. Se levantaron sin prisa, cansadamente, mientras el chico volvia a salir y recogia las ultimas sillas.
– Nosotros, que bajemos – le decia a Gumersindo el guardia joven.
Vicente quedaba solo en la explanada. Ya no habia casi nadie en el local cuando los guardias cruzaron hacia la curva.
– A la orden Su Senoria.
– Si senor.
– Bien, pues esperense aqui.
Luego el Juez recogia la bolsa y los objetos de Lucita, y se dirigio al Secretario:
– Vamos con esto.
El Secretario escribia: «Seguidamente se procede al recuento e inventario de las prendas, ropas y objetos personales pertenecientes a la victima, que resultaron ser los siguientes:»
El Juez abrio la bolsa; dictaba:
– Una bolsa de tela; un vestido estampado; un panuelo de cuello idem – apartaba en la silla las cosas que iba nombrando -. Ponga: ropa interior, dos prendas. ?Lo puso? Bien, un par de sandalias de… plastico; un panuelo moquero; una toalla rayas azules; un cinturon rojo en material plastico – se detuvo -. Bueno, y el traje de bano, que lo tiene encima. ?A ver que hay mas por aqui? – hundia la mano en la bolsa y sonaron objetos-. Un peine – proseguia -; una tartera de aluminio; un tenedor corriente; una servilleta; un espejo pequeno; una lata de crema solar – iba poniendo todas las cosas una tras otra, conforme las sacaba, alineandolas delante de los papeles del Secretario, encima de la mesa.
Se detuvo un momento, con un pequeno portamonedas en la mano, tratando de abrirlo.
– Bueno, un portamonedas de ante, color azul – volco sobre la mesa el contenido -. Veamos lo de dentro – contaba las monedas -. Siga poniendo a continuacion; siete pesetas con ochenta y cinco centimos en metalico; un sello de Correos – se detuvo otra vez para observar alguna cosa entre sus dedos; continuaba -; un alfiler bisuteria, figurando cabeza de perro. Anada, entre parentesis: «ese punto, uve punto», sin valor; una barra de labios; y cinco fotografias – las paso fugazmente-. Creo que eso es todo. Repaselo usted a ver, con la lista en la mano, por si acaso.
El Juez saco el tabaco y encendio un cigarrillo. Paseaba. Luego acabo el Secretario con sus papeles.
– No falta nada. Esta bien.
– Vamonos ya, entonces. Recoja. Ustedes ya pueden subir los restos de la victima.
Levantaron los guardias el cuerpo de Lucita y lo subieron hasta la explanada.
– Aqui le traigo el regalo – le susurro el guardia viejo a Vicente, cuando llegaron a el.
– ?Que le vamos a hacer! – contesto suspirando, mientras abria la portezuela.
Acomodaron el cuerpo de Lucita en el asiento trasero. Salia Aurelia con el Juez.
– Usted pase ahi atras con la victima – le dijo este al Secretario.
– Y ya lo sabe usted, senor Juez – se despedia la ventera-; cuando quieran venirse una tarde, a ver si tenemos el gusto de atenderlos… Y quee…
– Bien, gracias por todo, senora. Hasta la vista – contestaba montando en el coche.
– ?Manda Su Senoria alguna cosa? – decia el guardia viejo.
– Nada. Ya pueden reintegrarse al servicio ordinario. Queden con Dios.
Sonaron los golpetazos de las portezuelas, y Vicente ocupo su puesto.
– A sus ordenes.
– ?Hasta la vista, senor Juez! – se despedia la mujer -. ?Ya sabe…!
– Adios – corto el Juez.
Habian salido tambien la hija y el chaval y un par de hombres a la explanada.