en el cielo; un cono en espirales, con el vertice abajo, indicando en la tierra un punto fijo.
Mauricio hablo:
– Vaya unas cosas que senala este; no quiero ni mirarlo; solo de imaginarmelos se me revuelven las tripas.
– Son bichos asquerosos.
Mauricio se
– ?Vamos, quita de ahi! Por lo que mas quieras. No vengas con disparates y cochinadas ahora; me vas a hacer que me ponga malo.
El carnicero se reia sonoramente.
El hombre de los zapatos blancos seguia mirando afuera, con ojos reflexivos.
Lucio insistio:
– Al fin y al cabo la diferencia no es tanta: nosotros la comemos dos dias antes y ellos la comen dos dias despues. El carnicero volvio a reir.
– ?Mira; si no te callas…!-amagaba Mauricio.
– Somos de carne, ?no? ?O es que tu estas compuesto de otra cosa? Y si no, que lo diga aqui. ?Verdad usted? Digaselo, ande; usted que es carnicero lo tiene que saber eso mejor que nadie.
Se reian. Entro a hablar el alguacil, timido, con los ojos en chispas:
– Pues este invierno se comieron un gato; ?ahi!, en esa misma mesa.
Senalo con el dedo; estaba como agitado por lo que decia:
– ?Ahi…!
Mauricio se encaraba con el:
– ?Que dices tu?, ?que tiene que ver ahora?, ?que historia es la que inventas?
– ?Ahi! – repitio el otro -. A ti que era una liebre; pero era un gato, lo se yo.
El hombre de los zapatos blancos se volvio hacia adentro y dijo sin reir:
– Que soltaran ahora en este cuarto todos los gatos y perros que nos comimos en la guerra. Me sabian entonces mejor que me sabe hoy la carne de vaca, y hoy solo con que me los pusieran delante estoy seguro que arrojaria.
Lucio dijo:
– ?Lo ves, Mauricio? Eso abunda en lo mio; todo es cuestion de costumbre; cuando hay necesidad, de golpe te acostumbras a otra cosa.
El hombre de los zapatos blancos estaba otra vez mirando hacia los buitres. Las ruedas descendian del cielo limpio a sumergirse en aquel bajo estrato de aire polvoriento, hacia algo hediondo que freia en la tierra, como en el fondo de una inmensa sarten.
– Mira el barbero como te lo dice – seguia diciendo Lucio-. Ponnos un vaso, anda; no te disgustes hoy, que va a venir no se cuanto personal. Con esa cara los espantas.
– ?Usted tambien quiere?
El hombre de los zapatos blancos se volvio:
– Digame… Si, ponga, ponga. Y de nuevo miraba hacia afuera. El carnicero decia:
– A mi, cazalla, otra vez.
Mauricio puso las copas y el alguacil dio un sorbo, mirando hacia las chicas de los almanaques de colores. Mauricio se volvio, siguiendo la linea de sus ojos; dijo:
– ?Que? ?Te gustan?
– Si – contesto el alguacil -; si, me gustan, si. Se ponia nervioso al hablar, como si le recorriera un calambre; sonreia con los ojos menudos.
– Vaya, hombre – dijo Mauricio -, pues si tanto te gustan en pintura, que no sera con las de carne y hueso. El carnicero replico:
– ?A este? Este es de los que las prefieren pintadas. Capaz. ?Verdad, tu? Esas no pueden hacer dano.
– Pues hace bien – dijo Lucio -; asi se quita de complicaciones.
El aludido los miraba sin saber que decir. Insistio el carnicero, con malicia:
– Sera porque alguna vez habra salido escaldado.
– ?Yo…?
Bebio el vaso y forzo una enigmatica sonrisa, arreglandose la gorra, como dando a entender que se equivocaban. Mauricio y el carnicero se reian, igual que de un nino. El hombre de los zapatos blancos apartaba de nuevo la vista de los buitres y se volvio a beber de su vaso; dijo:
– Ya podian enterrar esas carronas. El carnicero:
– ?Y quien se pone en este tiempo a excavar hoyos bajo el sol, con lo durisimo que esta el terreno? ?Quien quiere usted que se tome el trabajo, para una res que ya no sirve para nada? Bastante guerra dan los vivos, para que se ande nadie atareando con los muertos.
– Seria una medida de higiene, aunque no fuese otra cosa.
– ?Higiene? En el campo no existe la higiene. Eso esta bien para las barberias. Pero en el campo la unica higiene que puede haber, ya la ve usted: la hacen esos bichos.
– Si, pues vaya una higiene que sera.
– ?Como que? Manana mismo ya vera usted como esta aquello completamente limpio. Se les puede tener todo el asco que se quiera, pero no son ningun bicho danino. Al contrario: un beneficio es lo que hacen. Si no fuera por ellos ya teniamos carrona para un mes.
El hombre de los zapatos blancos se limito a torcer la boca, dudoso, y se volvia de nuevo hacia la puerta. El alguacil asentia con la cabeza y senalaba al carnicero, en gesto de aprobacion.
Mely nadaba muy patosa, salpicando. Se habia puesto un gorrito de plastico en el pelo. Antes, Luci, en la orilla, le habia dicho:
– ?Que bien te esta ese gorro! ?Y donde dices que lo compraste?
– Me lo trajo mi hermano de Marruecos.
– Es muy bueno; sera americano.
– Creo que si…
Luego se habian metido poco a poco las dos y se iban riendo, conforme el agua les subia por las piernas al vientre y la cintura. Se detenian, mirandose, y las risas les crecian y se les contagiaban, como en un cosquilleo nervioso. Se salpicaron y se agarraron, dando gritos, hasta que ambas estuvieron del todo mojadas, jadeantes de risa. Ahora se habian reunido con los otros, en un punto en que el agua les cubria poco mas de la cintura. Solo Alicia y Miguel, que nadaban mejor que los demas, se habian alejado corriente abajo, hacia la presa, donde estaba mas hondo.
Todos hablaban y se llamaban a gritos, en el agua poblada y revuelta de gente, como si toda aquella creciente algarabia no fuese algo que ellos mismos formaban y aumentaban, sino el estrepito vivo del propio rio, que les hacia gritar cada vez mas, para entenderse unos a otros.
Luci estaba con Santos y Carmen y Paulina; los cuatro se habian cogido en corro, por los brazos, y subian y bajaban al compas, metiendo la cabeza y saltando despues hacia arriba, entre espumas. Mely se habia retirado un poco y estaba por su cuenta, haciendo esfuerzos para mejorarse en su manera de nadar. Tito y Fernando se reian de su empeno.
– ?Que pasa? – les dijo ella -. ?Si que vosotros lo haceis bien! Venga, marcharos ya de aqui, merluzos, no me deis la tabarra. No puede una…
Tito se burlaba:
– ?Quiere ser Esther Williams…! ?Se lo ha creido…!