– Sera como si la moto tuviera cinco caballos encerrados en el motor – se reia -; por eso mete ese escandalo al andar. Y cuantos mas caballos tenga, mas escandalo. Una que tenga ciento, fijate – sacudia los dedos -, ?la que armaria!

Aniano se aflojo la corbata; traia un trajecillo claro, rozado en las bocamangas, y un lapicero amarillo con capucha le asomaba en el bolsillo superior; la piel del cuello le sudaba y se paso los dedos. El Chamaris venia con una especie de sahariana gris claro, con cremallera por el pecho; la cremallera estaba abierta hasta abajo y la camisa desabrochada al tercer boton; ensenaba una munequera de cuero en el pulso de la mano derecha y la alianza en el dedo anular. De pronto dijo:

– Ahi va tabaco, senores.

Ofrecio a Lucio una petaca oscura. Aniano, mas bien bajito, se apoyaba de espaldas, con ambos codos, en el mostrador; miraba al fondo, la alacena de pino y un cromo tras la cabeza del alguacil; eran conejos, melones, y una paloma muerta, sobre un tapete. El alguacil se creia que Aniano lo miraba, vacilo, se echo a un lado; luego el tambien miro hacia el fondo, al ver que Aniano seguia con los ojos alli. Acaso fue a decir algo de los cromos, pero Aniano cambio de postura y cogio el vaso de cerveza del mostrador.

Ahora entraron las dos mujeres, que ya volvian de San Fernando, cargadas. Justina se acerco a Lucio y le entregaba el tabaco; le dijo:

– La cajetilla.

– ?No le dara a usted calor la cazalla? – le preguntaba Aniano al carnicero.

– Ca; la cerveza es lo que da mas calor, contrariamente a lo que se piensa. Cuanta mas tomas, mas te pide el cuerpo, y acaba uno aguachinado – le paso la petaca -. Tenga.

– Tambien puede ser cierto – comento el Chamaris -. Es como el bano: hay veces que a mi me da por echarme a banar en el rio, mas por aseo que por otra cosa, y lo que digo, en el pronto parece que refresca, pero despues acabas sudando todavia mas.

El alguacil seguia con los ojos la petaca de mano en mano. Ahora Aniano se la daba a Mauricio.

– Gracias, lo acabo de tirar – senalo al suelo con la barbilla-. Dele a Carmelo.

Y el alguacil recogio la petaca con un diminuto alborozo, igual que un nino al que le dan un dulce.

– Bueno, echaremos un pito…-decia chasqueando la lengua.

– Las cosas se combaten con ellas mismas – dijo Lucio-; el frio con frio y el calor con calor. No hay mas que ver que en el invierno te restriegas la cara con nieve y se te pone en seguida igual que una amapola, de puro colorada y abrasando. No hay nada como eso para entrar en reaccion. Lo mismo le pasa a el con la cazalla; se ve que lo inmuniza de calores.

– ?Y usted entonces, por que no la toma, imitando el ejemplo de aqui?

Lucio se toco el vientre, senalando:

– Ay, amigo, yo no tengo esa salud. La gata no le gusta la cazalla; dice que no. Buena se pone de rabiosa; se me lia a aranar y a morder, ni que la pisaran el rabo.

El Chamaris sonreia:

– ?Usted tambien? – le dijo-. ?Usted tambien con ulcera?

Lucio asintio.

– Choque esos cinco – proseguia el Chamaris, y se estrecharon la mano -. Pues mire, la otra tarde en Coslada, salio esta misma conversacion, y estuvimos echando la cuenta, pori curiosidad, a ver cuantos eran los que conociamos en el pueblo ulcerados de estomago. Pues bueno, dese cuenta que estabamos solo cuatro, ?y cuantos dira usted que nos salieron? Eche un calculo a ver: diga usted un numero a voleo.

Ya se iba a guardar, distraido, la petaca que Carmelo le habia devuelto, pero este le dio en la manga y senalaba levantando las cejas hacia el hombre de los zapatos blancos que seguia de espaldas en el quicio, mirando hacia los buitres. El Chamaris se le acerco; le tocaba en el hombro con la petaca.

– Fume usted…

El hombre de los zapatos blancos se volvia.

– Ande, que no se que le pasa hoy. Parece que lo veo con pocas ganas de alternar. Dejese ya de mirar para afuera y atienda usted aqui a nosotros; estese al tanto y se distrae con la charla.

El otro se limito a torcer la boca en una turbia sonrisa y recogio la petaca diciendo:

– Gracias, no crea que estamos hoy… Le cogere un cigarro, vaya.

El Chamaris volvio al centro del corro.

– Bueno, a ver, senor Lucio – le dijo -; ?cuantas ulceras le echa usted por fin, que contamos nosotros en Coslada el otro dia?

– Pues yo no se… ?Quizas una docena? El Chamaris le dio en el hombro y recalcando sus palabras, deletreo:

– ?Diecisiete! Nada menos que diecisiete ulceras de estomago. ?Que le parece?, ?eh? Casi agresivo se ponia.

– No esta mal, no senor. No es mal promedio. Pues no crea usted que en San Fernando no habra otras tantas, si es que no hay mas.

El carnicero rompio a reir:

– ?Eso! Ahora echar un concurso entre los dos pueblos, a ver en cual hay mas ulceras de los dos. ?La ocurrencia! Miren, si ademas esta aqui hasta el Aniano, para que les redacte el reglamento, como cuando las fiestas. ?Eh?, ?que tal?

– Usted se rie – le decia el Chamaris -. ?Que bien se ven los toros desde la barrera! Como tuviera usted una ulcera, o una gata, como muy propio lo dice aqui el senor Lucio, mordiendole por dentro, entonces ya me lo diria usted. No se reiria tanto. Y aborrecia usted la cazalla, pero rapido.

– Ca; si con eso se viven muchos anos. Otras cosas hay peores.

– Vas aguantando mientras te cuidas – dijo Lucio -; pero el dia que menos te lo piensas, te sobreviene una perforacion que te manda a las habas. Con la gata poquitas bromas. Es un bichito que no juega.

– Y que se priva uno de mucho. Y dolores y latas y el mal humor que se cria.

– Muchas molestias, desde luego, muchas molestias – confirmaba Lucio.

– Vamos Lucio, no me venga usted ahora… Como que usted se priva de algo. Si bebe al cabo del dia mas que ninguno de nosotros. Ahora hacerse la victima aqui.

– Ah, eso yo, porque me da ya lo mismo vivir diez anos mas que cinco menos. Para lo que hemos quedado, a estas alturas. Cuanto antes le quite el estorbo a mi cunada – se reia entre dientes -. Ahi tienen ustedes una que no se la pasa por la imaginacion el decirme siquiera un dia y aunque nada mas fuese de cumplido: «Cuidate, Lucio». No se le ocurre a ella tal cosa, ?se le iba a ocurrir!

– Ya salio aquello – dijo Mauricio -. Hacia ya un rato que no sacabas a la cunada. Ya le tocaba darle otra pasadita. No la podias dejar quieta tanto tiempo seguido. Me extranaba.

Los otros se reian.

Sonaban zambullidas en la presa. Se veian los cuerpos un momento sobre el borde de la azuda y luego los salpicones que formaban al romper la superficie. Las voces tenian un timbre nitido en el agua, como un eco de niquel. Miguel y Alicia estaban con Fernando y con Mely; ahora los cuatro se reian de Sebas, que venia nadando hacia ellos.

– Chico, parece cualquier cosa; total para lo que avanza.

– Ya, es mas el ruido que las nueces. Con la mano no forma ni la mitad.

Llegaba Sebas, jadeante:

– ?Que os pasa?

– Nada. Tu, que confundes el nadar con una lucha libre; parece que te vas

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