peleando con el agua.

– Ah, cada cual tiene su estilo – contestaba Sebastian.

– Eso si, desde luego.

– ?Y que haceis?

– Nos han estado estos contando el altercado.

– Me lo supuse. Pero, oye, ?y Daniel, no se bana?

– Cualquiera sabe ese lo que hara.

– Si, tu, mirarlo – dijo Fernando con el indice hacia los arboles -; ?vaya un sueno que tiene el gacho! Para banos esta ese.

– Vamos a darle una voz.

– Venga, todos al tiempo; cuando yo diga tres. Preparados. A la una; a las dos; ?y a las tres…!

– ?Danieeel!

– ?Mas fuerte!

– ?Daanieeel!

– Ni por esas. Tu, Mely, ?por que no llamabas?

– Bah, dejarlo que se duerma. Alla el con lo suyo.

– Pues capaz de haberse trincado el solito la otra botella.

– No te creas que me extranaria.

– ?Entonces, que?, ?nos salimos?

Ya volvia mucha gente hacia la orilla; se tumbaban al sol. Los claros de la arboleda se cuajaban de personas en traje de bano, sobre toallas y albornoces, en el polvo. Asomaba una fila de cabezas en la arista del dique, a todo lo largo; los cuerpos no se veian, tendidos a la parte de alla, tostandose sobre el plano inclinado de cemento; desde aqui solamente las cabezas o los brazos colgantes, que alcanzaban el agua con las puntas de los dedos y jugaban rozandola.

– Debiamos de acercarnos callandito – sugeria Fernando -, y agarrarlo de sorpresa entre todos y darle las culadas o banarlo vestido, tal cual.

– Quita, que igual se nos cabrea.

– Pues peor para el; dos trabajos tendria.

– Dejarlo – dijo Miguel -. Mas vale no gastar bromas, que luego se termina siempre mal; ya has visto lo de antes.

Tocaron en la orilla y de pronto echaron todos a correr, dando voces. Solo Mely se quedo rezagada, caminando despacio. Llegaron a Daniel y se pusieron a dar vueltas en torno, y le gritaban:

– ?Daniel! ?Danielito! ?Que son las ocho, despierta! ?Despierta, chico, que llegas tarde, que ya han abierto la zapateria! ?Daniel, el desayuno! ?Se te enfria el cafe…!

Entreabria los ojos, encandilado por la luz, y sonreia sin ganas, y daba manotazos en el aire, para espantarlos, como si fuesen avispas.

– ? Remanece, muchacho!

– Que me dejeis. Venga ya. Que estais salpicando. Largaos todos de una vez a dar la murga por ahi…

– ?Ya no piensas banarte? – le decia Miguel.

– No. Estoy a gusto como estoy. Marcharos ya a tomar el fresco.

– Pues estas bueno, hijo mio.

Miguel sintio unos golpecitos en la espalda; se volvio.

– Mira. Lo que te dije – le decia Fernando ensenandole una botella vacia -; ?no lo ves?

Ya Daniel habia vuelto a esconderse con la cara en los brazos.

– Si, pues mejor que lo dejemos.

Sacaron las toallas y se secaban. Habia ya menos gente en el rio. De algun sitio llegaban olores de comida, y en otro campamento no lejano golpeaban con cucharas sobre las tapaderas y platos de aluminio y estaban dando la lata a todo el mundo.

Ahora Carmen le decia a su novio:

– Mira tu como tengo ya los dedos. Parecen pasas. Le ensenaba las yemas arrugadas por el bano tan largo. El otro le cogia las manos y se las apretaba; le decia:

– ?Pobrecitas manitas! ?Pero, hija, si tu estas tiritando como un perrito chico!

– Pues claro… – le contestaba con un tono mimoso.

– Vamonos fuera. Pocas migas me parece que haceis el agua y tu. No tienes que tenerle tanto miedo, mujer.

Venian cogidos de la cintura, hacia la ribera, y empujaban pesadamente el agua con sus rodillas.

– Eres tu el que lo haces adrede de asustarme y te diviertes con eso.

– Para que te acostumbres, Carmela, y le pierdas al agua el respeto que la tienes y se te quite la aprension.

Acompasaban, jugando, los pasos, y miraban al agua, de la que iban emergiendo sus piernas, conforme se acercaban a la orilla.

– ?Que suavecito es el cieno este! – dijo Carmen -; ?no te da gusto pisarlo, lo mullido que esta?

– Parece como si fuera gelatina.

Se inclino Santos a hundir una mano en el agua y sacaba un punado de limo rojizo, que se escurria entre sus dedos. Luego lo hizo chorrear sobre la espalda de la chica.

– Vaya una gracia. Ahora me haces enjuagarme. Se detuvo a limpiarse la espalda; luego dijo:

– Oye, Santos, ?es cierto eso que los nadadores de verdad se dan de grasa por todo el cuerpo para no pasar frio?

– Si, cuando tienen que batir alguna marca de resistencia; como en la travesia del Canal de la Mancha, un ejemplo.

– Pues vaya unas complicaciones.

Volvieron a cogerse por la cintura. Santos miraba en derredor:

– No veo a esos.

– ?Y para que los quieres? Ya bastante engorrosos estan esta manana.

– Si, desde luego. Como mejor, es tu y yo solos, ?verdad, carino? Y no nos hace falta nadie mas.

Se detuvieron en la orilla, y Carmen lo miraba en los ojos y asintio sonriendo; luego le dijo:

– Guapo.

– Ahora enjuagas esa falda y la pones al sol, que se te seque.

Los llamaron los otros que si querian saltar a pidola, y Santos se fue con ellos, mientras Carmen se ponia a lavar su falda manchada de barro, de cuando se cayo por la manana. Tambien Paulina se habia agregado a los del juego. Tito y Lucita se quedaron al sol. Sebastian se agachaba el primero, voluntario, y luego se fue formando la cadena a continuacion, a lo largo del rio. El que acababa de saltar se colocaba unos pasos delante del primero y asi sucesivamente, hasta que se quedaba el ultimo y de nuevo le tocaba saltar. A Mely habia siempre alguno que le decia «?Hop!» y levantaba la grupa en el momento del salto, para hacerla caer. Pero fue ella la que logro derribar a Fernando, en venganza, y los demas se rieron.

– ?Anda, nino! Eso para que aprendas a meterte con la Mely.

Despues se aliaron todos en contra de Miguel.

– ?A ver si tiramos al patas largas! – decian.

Вы читаете El Jarama
Добавить отзыв
ВСЕ ОТЗЫВЫ О КНИГЕ В ИЗБРАННОЕ

0

Вы можете отметить интересные вам фрагменты текста, которые будут доступны по уникальной ссылке в адресной строке браузера.

Отметить Добавить цитату