Se repartieron todo entre los cuatro. Felisa iba diciendo:

– Mama ha dicho que las botellas las lleve yo.

Felipe giraba las manivelas de los cristales. Los cuatro hijos se iban hacia la casa de Mauricio con todos los envoltorios. Los dos varones, muy rubitos, tenian unas sandalias de goma y estaban todavia en taparrabos. Miraban a todas partes. Sonaron las portezuelas del taxi, por detras. Felipe cerro con llave y ya viniendo se volvio de soslayo y echo una rapida mirada a los neumaticos. Silbaba mientras venia. Sus hijos entraban ya.

– Ponerlo todo aqui encima, de momento – dijo la madre-; con cuidado, Juanito. – Se dirigio al ventero:

– ?Que tal esta el jardin? ?Tiene sombra, como el ano pasado?

– Mas. Este invierno le puse otras diez enredaderas y ya me han cubierto un buen cacho mas. Alli estan ustedes mejor.

Faustina venia por el pasillo, secandose una mano en el mandil. Al ver la espalda de la recien llegada se volvio para atras desde la misma puerta. El hermano de Ocana decia:

– Pues esta esto muy bien; con su jardin y todo, a la parte de atras. Ahora en verano ha de tener buena explotacion.

– No lo crea – le contesto Mauricio -. Los que hacen el negocio son los que estan sobre el rio y la carretera. Aqui no llegan muchos. La situacion es mala.

Felisa arrimo una silla y se sentaba muy cerca de su madre, con un ademan compuesto. Uno de los dos ninos miraba a Lucio; lo exploraba de pies a cabeza.

– Pues eso tiene facil arreglo. Con colocar unas cuantas flechas y letreros en la carretera, segun se viene para aca, se traia usted a la gente.

Mauricio se metia en el mostrador:

– No me dejan ponerlos. Todo eso paga impuestos al Estado.

– Ya se sabe; sin impuestos ni el sueno. Pero trae cuenta. Habia aparecido Felipe en el umbral, con el dedo metido en el anillo del llavero, que giraba sonando.

– Ya estamos todos – dijo.

Al tiempo entro Faustina por la puerta interior. Se habia quitado el mandil y aun venia ajustandose una horquilla.

– ?Dichosos los ojos!

La mujer de Felipe se volvio. Carmelo y el carnicero miraban a los estantes de botellas. Faustina dio la mano a la senora de Ocana y se echo para atras, como si la admirase:

– ?Si cada ano viene usted mas buena! La otra entorno los parpados y columpiaba la cabeza, afectando una sonrisa modesta y quejumbrosa.

– Ca, no lo crea, Faustina, no lo crea; las apariencias enganan, el tiempo pasa por una, como por todos los demas mortales. Por desgracia no es como usted dice…

Lucio miraba a todos sin recato.

– Me he pasado un invierno muy malita. Si viera usted… No soy aquella, no.

El carnicero escupia y pisaba una colilla encendida, aprovechando para mirar de soslayo hacia atras.

– Las cosas dejan su huella – cambio de gesto-. ?Conoce usted a mi cunado y a su esposa?

Faustina les dio la mano a traves de la mesa. La otra dijo:

– Encantada.

Se le notaba un deje catalan.

– Pues han tomado ustedes posesion de su casa; siendo familia de aqui, como de siempre.

Fue la mujer de Felipe la que se adelanto a dar las gracias en nombre del cunado. Faustina saludaba a Felipe, mientras Carmelo y el carnicero iban pagando a Mauricio. El hombre de los z. b. subia y bajaba sobre las puntas de los pies, mirando al techo.

– ?Estate quieto, Juanito! – le decia Felisita a su hermano.

El chico daba vueltas y vueltas a una mesa, paseando una mano por el marmol y haciendo con la boca un zumbido de buque de vapor. La mano se hizo avion entonces y despego de la mesa hasta pasar rozando el pelo de Felisa. Ella no consiguio derribarlo de un manotazo, fallido en el aire.

– ?Mama, mira Juanito!

– Ustedes lo pasen bien – decia, saliendo, el carnicero.

El alguacil se toco la gorra con el indice en senal de saludo. El hombre de los z. b. los despedia con un gesto del menton.

– ?Se queda? – le dijo el carnicero.

– Un rato – y senalaba, sin haberlo mirado, a su reloj de pulsera.

Carmelo y su companero salieron hacia el sol y tomaban la ruta de San Fernando. Ahora habia entrado Justi, endomingada.

– ?Vaya moza que tienen ustedes! – decia, dirigiendose a Mauricio, la mujer de Felipe.

La chica se reia sin timidez, de pie junto a la gorda, que le tenia una mano en la cadera como si comprobase lo solida que estaba.

– ?Tendra ya novio? – dijo, levantando los ojos hacia Justi.

– Si que lo tiene, si – contestaba la madre, y sonreia con las manos cogidas.

Felisita miraba a Justi con interes. El hombre de los z. b. se habia acercado a Lucio, pero no hablaban. Ocana dijo a su mujer:

– Petra, las tres y media dadas, hija. Yo creo que ya va siendo hora de que pasemos al jardin.

– Vamos, vamos – decia movilizandose -; por mi, cuando querais.

Se levantaron todos. Justi empezo a coger cosas.

– Huy, deja, chica, no te molestes; lo que es manos, aqui no nos faltan, a Dios gracias, para llevar todo esto y mucho mas. Tu no hagas nada. Deja que los chicos lo lleven, ya que no sirven para cosa buena.

– No es molestia ninguna -dijo Justina.

Y desaparecio hacia el pasillo con una cesta. Mauricio se salio del mostrador y fue por delante de todos, como abriendo camino, y para aconsejarles en el jardin una mesa a proposito.

– No dejeis nada – dijo Petra.

Careaba a sus hijos por delante, hacia el corredor. Luego entro ella, y los cunados, y Felipe el ultimo. Lucio decia al hombre de los z. b., senalando con la cabeza hacia la puerta por. donde todos habian salido:

– Este ya puede agarrarse al volante de firme, con esos cuatro lobeznos en casa pidiendo pan.

– Y destrozando calzado…-anadia el otro.

Escurrian por el cuello de Sebas regueros de sudor ensuciados de polvo, a esconderse en el vello de su pecho. Tenia los hombros bien redondeados, los antebrazos fuertes. Sus manos duras como herramientas se dejaban caer pedacitos de tortilla encima de los muslos. Santos, blanco y lampino junto a el, alargaba su brazo a la tartera de Lucita:

– ?Me permites?

– Coge, por Dios.

– ?Como te llamas al arrimo!

– Si, la vais a dejar a la chica sin una empanada.

– Para eso estan. Traigo de sobra; tu cogela, Santos.

El sol arriba se embebia en las copas de los arboles, trasluciendo el follaje

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