ingredientes formando unos rollos largos, los cortaba y de cada trozo obtenia un pan redondo. Antes, en los tiempos de la abundancia, separaba un poco de masa y le agregaba leche, huevos y canela para hacer bollos que guardaba en una lata, uno para cada hijo cada dia de la semana. Ahora mezclaba la harina con afrecho y el resultado era oscuro y aspero, como pan de aserrin.
La manana se inicio con un revuelo en la calle, movimiento de las tropas de ocupacion, voces de mando, pero nadie se sobresalto demasiado, porque el miedo se les habia gastado en el desconcierto de la derrota y no les quedaba mucho para emplearlo en presentimientos de mal aguero. Despues del armisticio, los rusos se instalaron en la aldea. Los rumores de su brutalidad precedian a los soldados del Ejercito Rojo y la poblacion aterrorizada esperaba un bano de sangre. Son como bestias, decian, abren el vientre a las mujeres embarazadas y tiran los fetos a los perros, atraviesan a los viejos con sus bayonetas, a los hombres les introducen dinamita por el culo y los hacen volar en pedazos, violan, incendian, destruyen. Sin embargo no fue asi. El alcalde busco una explicacion y concluyo que seguramente ellos habian sido afortunados, porque quienes ocuparon el pueblo no provenian de las zonas sovieticas mas azotadas por la guerra y tenian por lo mismo menos rencores acumulados y menos venganzas pendientes. Entraron arrastrando pesados vehiculos con sus pertrechos, al mando de un joven oficial de rostro asiatico, requisaron todos los alimentos, echaron en sus morrales cuanto objeto de valor pudieron agarrar y fusilaron al azar a seis miembros de la comunidad acusados de colaborar con los alemanes. Armaron su campamento en las afueras y se quedaron tranquilos. Ese dia los rusos reunieron a la gente llamando con altavoces y asomandose en las casas para arrear a los indecisos con amenazas. La madre coloco un chaleco a Katharina y se apresuro a salir antes de que entrara la tropa y le confiscara la liebre del almuerzo y el pan de la semana. Camino con sus tres hijos, Jochen, Katharina y Rolf, rumbo a la plaza. La aldea habia sobrevivido a esos anos de guerra en mejores condiciones que otras, a pesar de la bomba que cayo sobre la escuela un domingo por la noche, convirtiendola en escombros y desparramando astillas de pupitres y pizarrones por los alrededores. Parte del empedrado medieval ya no existia, porque las brigadas usaron los adoquines para hacer barricadas; en poder del enemigo se encontraban el reloj de la alcaldia, el organo de la iglesia y la ultima cosecha de vinos, unicos tesoros del lugar; los edificios lucian las fachadas despintadas y algunos impactos de balas, pero el conjunto no habia perdido el encanto adquirido en tantos siglos de existencia.
Los habitantes del pueblo se congregaron en la plaza, rodeados por los soldados enemigos, mientras el comandante sovietico, con el uniforme en harapos, las botas rotas y una barba de varios dias, recorria el grupo observando a cada uno. Nadie sostuvo su mirada, cabizbajos, encogidos, expectantes, solo Katharina fijo sus ojos mansos en el militar y se metio un dedo en la nariz.
– ?Es retardada mental? pregunto el oficial senalando a la nina
– Nacio asi, replico la senora Carle.
– Entonces no tiene caso llevarla. Dejela aqui.
– No puede quedarse sola, por favor, permitale ir con nosotros.
– Como quiera.
Bajo un sol tenue de primavera aguardaron mas de dos horas de pie, apuntados por las armas, los viejos apoyandose en los mas fuertes, los ninos dormidos en el suelo, los mas pequenos en brazos de sus padres, hasta que por fin dieron la orden de partir y echaron todos a andar detras del jeep del comandante, vigilados por los soldados que los apuraban, en una fila lenta encabezada por el alcalde y el director de la escuela, unicas autoridades aun reconocidas en la catastrofe de los ultimos tiempos. Caminaron en silencio, inquietos, volviendose para mirar los techos de sus casas asomando entre las colinas, preguntandose cada uno hacia donde los conducian, hasta que fue evidente que tomaban la direccion del campo de prisioneros y el alma se les encogio como un puno.
Rolf conocia la ruta, porque habia andado por alli a menudo cuando iba con Jochen a cazar culebras, a colocar trampas para zorros o a buscar lena. En ocasiones los hermanos se sentaban bajo los arboles frente al cerco de alambre de puas, ocultos por el follaje. La distancia no les permitia ver con claridad y se limitaban a escuchar las sirenas y a husmear el aire. Cuando soplaba viento, ese olor peculiar se metia en las casas, pero nadie parecia notarlo, porque jamas se hablaba de ello. Esa era la primera vez que Rolf Carle, o cualquier otro habitante de la aldea, cruzaba las puertas metalicas y le llamo la atencion el suelo erosionado, limpio de toda vegetacion, yermo como un desierto de polvo esteril, tan diferente de los campos de la region en esa epoca del ano, cubiertos de una suave pelusa verde. La columna recorrio un largo sendero, atraveso varias barreras de alambres enrollados, paso bajo las torres de control y los emplazamientos donde antes estaban las ametralladoras y llego por fin a un gran patio cuadrado. A un lado se alzaban galpones sin ventanas, al otro una construccion de ladrillos con chimeneas y al fondo las letrinas y los patibulos. La primavera se habia detenido en las puertas de la prision, todo era gris, envuelto en la bruma de un invierno que se habia eternizado alli. Los aldeanos se detuvieron cerca de las barracas, todos juntos, tocandose para darse animo, oprimidos por esa quietud, ese silencio de caverna, ese cielo vuelto ceniza. El comandante dio una orden y los soldados los empujaron como ganado, llevandolos hasta el edificio principal. Y entonces todos pudieron verlos. Estaban alli, docenas de ellos, amontonados en el suelo, unos encima de otros, revueltos, desmembrados, una montana de palidos lenos. Al principio no pudieron creer que fueran cuerpos humanos, parecian marionetas de algun macabro teatro, pero los rusos los punzaron con los fusiles, los golpearon con las culatas y tuvieron que aproximarse, oler, mirar, permitir que esos rostros huesudos y ciegos se les grabaran a fuego en la memoria. Cada uno sintio el ruido de su propio corazon y nadie hablo, pues nada habia que decir. Por largos minutos permanecieron inmoviles hasta que el comandante tomo una pala y se la paso al alcalde. Los soldados repartieron otras herramientas.
– Empiecen a cavar, dijo el oficial sin levantar la voz, casi en un susurro.
Enviaron a Katharina y a los ninos mas pequenos a sentarse al pie de las horcas mientras los demas trabajaban. Rolf se quedo con Jochen. El suelo estaba duro, los guijarros se le incrustaban en los dedos y se le metian entre las unas, pero no se detuvo, agachado, con el pelo en la cara, sacudido por una verguenza que no podria olvidar y que lo perseguiria a lo largo de su vida como una incansable pesadilla. No levanto la vista ni una sola vez. No escucho a su alrededor mas sonidos que el hierro contra las piedras, las respiraciones jadeantes, los sollozos de algunas mujeres.
Habia caido la noche cuando terminaron los hoyos. Rolf noto que habian encendido los focos de seguridad en las torres de vigilancia y que la noche se habia vuelto clara. El oficial ruso dio una orden y las gentes del pueblo tuvieron que ir de dos en dos a buscar los cuerpos. El nino se limpio las manos refregandolas contra el pantalon, se sacudio el sudor del rostro y avanzo con su hermano Jochen hacia aquello que los estaba aguardando. Con una ronca exclamacion su madre intento detenerlos, pero los muchachos siguieron adelante, se inclinaron y tomaron un cadaver por los tobillos y las munecas, desnudo, calvo, huesos y piel, liviano, frio y seco como porcelana. Lo levantaron sin esfuerzo, aferrados a esa forma rigida, y echaron a andar en direccion a las tumbas cavadas en el patio. Su carga oscilo levemente y la cabeza cayo hacia atras.
Rolf se volvio para mirar a su madre, la vio doblada por las nauseas y quiso hacerle un gesto de consuelo, pero tenia las manos ocupadas.
La faena de sepultar a los prisioneros termino pasada la medianoche. Llenaron las fosas y las cubrieron de tierra, pero aun no habia llegado el momento de irse. Los soldados los obligaron a recorrer las barracas, a meterse en las camaras de muerte, a examinar los hornos y pasar bajo las horcas. Nadie se atrevio a rezar por las victimas. En el fondo sabian que a partir de ese instante intentarian olvidar, arrancarse ese horror del alma, dispuestos a no mencionarlo nunca, con la esperanza de que el paso de la vida pudiera borrarlo. Por fin regresaron a sus casas arrastrando los pies, muy lentamente, agotados.
El ultimo era Rolf Carle, caminando entre dos filas de esqueletos, todos iguales en la desolacion de la muerte.
Una semana mas tarde aparecio Lukas Carle, a quien su hijo Rolf no reconocio, porque cuando se fue al frente el todavia no tenia uso de razon y el hombre que entro bruscamente en la cocina esa noche no se parecia en nada al de la fotografia sobre la chimenea. Durante los anos que vivio sin padre, Rolf se invento uno de dimensiones heroicas, le puso uniforme de aviador y le tapizo el pecho de condecoraciones, convirtiendolo en un militar soberbio y valiente, de botas lustrosas en las cuales un nino podia mirarse como en un espejo. Esa imagen no guardaba relacion alguna con el personaje surgido de subito en su vida, de modo que no se molesto en saludarlo, confundiendolo con un mendigo. El de la fotografia llevaba bigotes bien cuidados y sus ojos eran plomizos como nubes de invierno, autoritarios y frios. El hombre que irrumpio en la cocina vestia un pantalon demasiado grande amarrado con una cuerda en la cintura, una casaca rota, un panuelo sucio atado en el cuello y