donde va la gente de los pueblos, a lo mejor tu lo conoses, el Pombo me parese, el cabo simulaba que le daban ataques epilepticos y cosas de esas, por reirse con sus amigos y meterle miedo a algun aldeano al que luego le sacaban unas rondas de anis. Aqui lo hiso igual cuando llego Ansaura, se tiro al suelo y echo babas, pero el Gitano lo que hiso fue darle dos bofetadas, por revivirlo dijo, y luego no convido a nada.

Ahora es por aqui, por alli se queda el Camino de los Rojos, y nosotros por aqui, dijo Montoya al girar con el camion por en medio de una arboleda y coger un camino secundario, ya en las afueras de la ciudad. A partir de ese punto avanzaron despacio. La carretera empezaba a perder el adoquinado y a llenarse de socavones. En la cabina sonaron unos golpes que venian de atras, de la caja. Detuvo Montoya, con muchos resoplidos del motor, la marcha. Oyeron el salto de Corrons al suelo, sus pasos. Subio a la cabina, protestando otra vez por el frio. La pistola la llevaba ya del todo visible, asomandole por la chaqueta. Le dijo a Montoya que continuase, y unos metros mas adelante le senalo un camino de tierra que salia a la derecha y que poco a poco se iba convirtiendo en un barrizal cubierto de hojas podridas.

– Despacio. Para. -Se quedo Corrons, ya con la pistola en la mano, escuchando el silencio, el ruido del motor, pajaros-. Sigue un poco mas, hasta aquellos arboles, los de las matas negras. Donde empieza la bajada. Alli das la vuelta y nos esperas.

Bajaron los hombres de atras. Tambien la mujer. En el campo se la veia todavia mas fragil. Montoya y Sintora los vieron adentrarse en el camino, descender por la cuesta precedidos de Corrons, que, girando un dedo en el aire, le recordo a Montoya que le diese la vuelta al camion. Los hombres simetricos, el Sordomudo y tal vez Armando, miraban a todas partes. La mujer, resbalando entre el barro y las hojas, cayo de rodillas. La recogio el que quiza fuera Armando, sin mirarla, usando su brazo como un garfio. Se perdieron entre los arboles. Montoya ya no hablaba, tambien el miraba el retrovisor, el frente lleno de arboles, a los lados.

– A mi los pajaros me calientan la cabesa. No se que mierda tienen que cantar. -Acariciaba el volante, le pasaba la mano por encima, Montoya, y quiza mas por hacer algo que por la propia angostura del sitio, decidio moverse-. Esto es muy estrecho para dar la vuelta, la vamos a dar alli, en aquel ensanchamiento.

Descendiendo muy despacio, casi patinando las ruedas por el mismo camino que Corrons y los demas acababan de hacer a pie, llegaron al punto que desde lejos habia senalado Montoya y una vez alli vieron que estaba atravesado de arboles caidos.

– Pues si aqui no se puede, mas abajo. ?Que no oyes tu la pajarera esa, Sintora, cono? Parese que se estan riendo de nosotros los maricones de los pajaros.

Y todavia bajo un tramo mas Montoya, muy despacio, hasta llegar a una curva en la que el camino, haciendose menos empinado, se abria en dos. Hizo unas cuantas maniobras entre el barro hasta dejar el vehiculo enfilando el camino de vuelta, y justo en el momento de apagar el motor resonaron unas detonaciones que parecieron una prolongacion de los estertores con los que el camion se habia parado. Volvieron a sonar, secos, dos, tres disparos. Su eco retumbo en la boveda de los arboles.

– La madre que los pario, la madre que los pario -Montoya cogio el fusil que llevaba encajado al lado de su asiento, lo atraveso en la cabina, golpeo el cristal, el volante con la culata, lo solto, arranco de nuevo el camion y acelero el motor, sin poner ninguna velocidad. Volvio a coger el fusil, y retorciendose en el asiento, se saco unas balas del bolsillo. Cargo el arma, la monto con destreza-. La madre que los pario.

Sintora, imitando a Montoya, tambien habia cogido su fusil. Se quedaron mirando por las ventanillas, por los espejos. Entre los arboles solo se veian arboles, pero a cada instante parecia que brotaba uno nuevo, que se multiplicaban, que se movian. Nada mas que habia silencio y el silencio tambien se movia, se arrastraba. Y el martillo de los corazones.

– Hasta los pollos se han callado, los hijos de puta. Mira como ya no cantan los cabrones.

Hizo un gesto de silencio Montoya, como si se ordenara callar a si mismo. Se oyeron los ecos de unas voces, creciendo, acercandose. Montoya, piso el embrague y metio una marcha. Sin soltar el pedal, se llevo el fusil a la cara y apunto hacia el camino. En el instante en que Sintora enfilo su arma hacia el mismo lugar, el pecho de Corrons se coloco en su punto de mira. Al verlo, salto Corrons hacia atras, despues grito algo que Sintora y Montoya no pudieron oir. Detras de el aparecieron los dos primos, o el Sordomudo y uno de los primos, Armando, Asdrubal. Bajo el arma Sintora. Montoya siguio en guardia, observando la carrera de Corrons, sus gritos.

– Que haceis ahi. Que cono haceis ahi con el camion. Que cono haceis. Montoya.

– Que han sido esos tiros. Que ha pasado -Montoya dejo de apuntar, pero no bajo el arma de la ventanilla-. Hemos oido por lo menos seis, seis tiros. Sintora, cuantos has oido tu.

– Os dije que os quedarais arriba. No me oiste o que. Que pasa si ahora el camion se atasca con la mierda del barro -Corrons llevaba la pistola en la mano. Los otros dos intentaban no distanciarse de el, uno de ellos apoyaba la culata del fusil en el barro a modo de baston.

– Tres, cuatro, no se -Sintora miraba a todos lados. A Corrons.

– Y ahi abajo que ha pasado, o es que vosotros no habeis oido la traca. Si un novato dice tres o cuatro es que por lo menos han sido ocho tiros. Y alli, alli no se puede dar la vuelta, me cago en la puta, Corrons. No se puede.

Los tres hombres jadeaban delante de la cabina. Montoya y yo arriba. Ellos parecian hincados en el barro, arboles de corteza blanda a los que el barro se estaba tragando. Corrons se abrio la chaqueta y se metio muy despacio la pistola en la cintura del pantalon, y yo pense que Serena habria puesto sus manos en aquella camisa. Desde arriba, la mitad de los ojos de aquel hombre nadaban en una sangre desvaida, en un charco de color naranja que le anegaba los parpados.

– Es un peligro bajar hasta aqui, con el barro y la cuesta -dijo Corrons ya con mas sosiego-. Y ahi abajo no ha pasado nada. Mi primo se ha puesto nervioso y ha creido ver gente emboscada, ha disparado. El Sordomudo le ha seguido y a mi se me ha ido un tiro al aire para poner orden. Nada mas que el susto. La vieja y uno que venia a recogerla casi se mueren, menos mal que habia uno mas joven y los ha calmado. Traian un buen coche, Ford. Se ve que los hijos de puta tienen posibles de verdad.

Nos dio la noche camino de Madrid, entre los arboles. Y yo no pensaba. Miraba alguna luz.

En el inicio de un cuaderno, despues de hablar de las sirenas de la aviacion y del miedo que le provocaban, mas intenso que el de los propios aviones, la escritura de Sintora durante unas paginas se hace menos enrevesada de lo habitual y narra lo sucedido en los dias siguientes sin saltos en el tiempo ni contorsion en la sintaxis: Estuve algunos dias sin ver a Serena Vergara. Pasaba las jornadas yendo de un lado para otro. Limpiaba los camiones, iba a los hangares del Centro Mecanizado donde por primera vez habia visto a la gente del destacamento, cuando Enrique Montoya estaba vestido de torero con aquel traje en el que apenas cabia. Alli me trataba con los mecanicos y miraba a Doblas arreglar los camiones. Callado y con una colilla en los labios, se pasaba horas volcado dentro de los motores, vestido, a pesar del frio, con una camiseta de tirantes, agujereada y sucia de grasa. Montoya y yo, subidos en el guardabarros de otro camion, lo mirabamos distraidos. Montoya le preguntaba por el trabajo que estaba haciendo, y Doblas, las mas de las veces contestaba con un gesto, mostrando una pieza, encogiendose de hombros. Decian que era el mejor mecanico de la guerra. Habia llegado a reparar el solo un carro de combate. Y a veces, cuando en otras unidades tenian problemas con motores que nadie entendia, iban a pedirle ayuda.

A el o al cabo Sole Vera, que era quien, por voluntad del propio Doblas, le daba autorizacion para hacer aquellos trabajos.

Me dijo Montoya que la mujer de Doblas habia muerto antes de la guerra, muy joven, de una enfermedad de los huesos. Era una mujer debil y muy pequena que tenia los ojos de un verde muy intenso y oscuro. El cabo Sole, que llego a verla en una foto, habia dicho que era una de las mujeres mas bellas que habia visto nunca. Mi flor, la llamaba Doblas. Se murio de pobre, me dijo Montoya, no tenian ni para comer. Dicen que Doblas ni siquiera fue al entierro, se quedo sentado en una silla mirando el suelo y estuvo asi no se sabe cuantos dias, luego se levanto muy despacio, como si se acordara de algo, y se fue de la casa, de la habitacion en la que vivian. Se puso a vivir en la calle, queria matarse con la bebida. Parece que fue entonces cuando lo encontro Sole. Le dio calor, y en cuanto tuvo un camion lo cogio como ayudante. La mecanica la aprendio el solo, mirando como trabajaban en los talleres y desarmando por la noche motores viejos.

Tambien, en aquellos dias, Montoya me ensenaba a conducir los camiones. Saliamos de los hangares y rodabamos por la explanada, haciendo circulos. Algun dia venia con nosotros el Textil, se reia de verme dar vueltas y me echaba maldiciones. Entonces las dabamos marcha atras. Se reia mas fuerte y volvia a maldecirme. Me decia siempre la leche que mamaste. Algunas tardes se nos olvidaba que estabamos dando

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