vueltas y nos caia la noche en la explanada, hablando los tres. El Textil nos contaba historias de cuando habia vivido en Barcelona. A Ansaura, el Gitano, lo habia conocido alli, y tambien a muchas mujeres. A mi me gustaba conducir con las luces encendidas, cortando la noche con la navaja blanda de los faros.

A veces ibamos a ver a Sebastian Hidalgo, el falsificador, al periodico en el que trabajaba, por la Gran Via, haciendo caricaturas y desfigurando con mucha paciencia y un pincel muy fino a los generales enemigos. Siempre me preguntaba por las gafas y se me quedaba sonriendo, delgado, muy pequeno, ajeno a todo el alboroto que siempre habia a su alrededor en el periodico. Nunca habia sonado yo con entrar en un lugar como aquel, todo lleno de papeles y gente que escribia. Montoya estaba orgulloso de poder llevarme alli y de su amistad con Hidalgo. Me lo senalaba con el dedo y me decia: Miralo, Sintora, nunca en tu vida vas a ver a nadie mas honrado. Alguien que se declara falsificador es una persona desente, cabal.

Y el otro se quedaba sonriendo con su cara de nino, con sus monigotes y caricaturas mientras Montoya y yo nos ibamos camino de algun restaurante subterraneo de la Gran Via o a la Casona, donde pasabamos el tiempo hasta la hora de dormir y veiamos a la gente del destacamento, otra vez al Textil y a los artistas. El novillero Ballesteros, que habia tenido una cogida y ahora llevaba su panuelo rojo liado en la frente, nos hablaba de politica, el faquir Ramirez de las enfermedades que habia padecido a lo largo de su vida.

Cuando el enano Visente no estaba, Montoya hacia apuestas con el faquir, y le ponia en la mesa unas monedas y al lado unos tornillos. Ramirez, con la cara muy triste, iba cogiendo monedas y tragandose tornillos, uno por cada moneda. Montoya lo invitaba a vino, para que pasara la chatarra, y se reia mucho. Cuanto mas tornillos tragaba, mas triste se le ponia la cara al faquir, y la nariz parecia que se le alargaba con la tristeza. A veces se ponia el bigote, para esconder la pena. Ansaura, el Gitano, tambien le ponia monedas, pero no se reia. Lo miraba con cara de repugnancia, y no lo invitaba a beber.

Y a veces, cuando me cansaba de estar alli, me subia al cuarto donde teniamos las literas y miraba el saco que habia traido cuando llegue al destacamento. La trompeta abollada que me dieron los soldados rusos. La llave de mi casa. Y me parecia que habian pasado muchos anos. No me sentia triste. Miraba por la ventana y pensaba en las noticias que venia oyendo de la guerra como si hablaran de otra guerra y yo estuviera en otra parte, fuera del mundo.

Tambien pensaba en Serena Vergara. No importaba que llevara dias sin verla. Era como si ella, dentro de mi, mirase todo lo que yo miraba y oyese todo lo que yo oia. Dejaba pasar los dias. Tenia la certeza de que muy pronto la veria de nuevo, de que algo importante iba a suceder de modo irremediable. Desde la ventana de la habitacion yo veia los arboles desnudos bajo los que Serena y yo habiamos hablado. Me acordaba de la mano del soldado en la espalda de la mujer. Y entonces escribia, escribia algunos papeles que despues he ido copiando en estos cuadernos. Todos llenos de faltas de ortografia. Escribia para leer como habia sido aquel tiempo y como habia sido yo en aquel tiempo, para leerlo muchos anos despues, cuando la guerra hubiera acabado y yo ya conociera el rumbo de mi destino.

Pasados aquellos parrafos, volvia el verbo de Sintora a retorcerse, a hacerse cerrado para hablar de sus suenos, de bombas que estaban a punto de estallar porque su espoleta era mi corazon, un reloj que las mantenia vivas, o de como el tiempo se enroscaba en espiral, igual que los petalos de una rosa, y se tocaban los anos y los siglos. Y al final de esos pasajes hablaba de la boda de la Ferrallista y el Torpedo Miera, el enano altivo que, con una jerga medio italiana, siempre estaba hablando de Napoles, de Roma y de los triunfos que alli habia tenido.

Fue un dia de sol, y cuando Sintora llego con Doblas y Ansaura de los hangares del Centro Mecanizado, en el jardin de la Casona ya habian empezado los preparativos de la ceremonia. La Ferrallista y una amiga suya que siempre iba cargada de bombas de mano y exabruptos, Rosita la Dinamitera, estaban colgando de los arboles unas tiras de trapos que les habian dado las costureras, casi todos marrones y de tela basta, y era como si de pronto a los arboles les hubieran salido unas hojas largas y ya secas. Unos cuantos soldados estaban sacando mesas de la cantina. Enrique Montoya estaba asomado a una ventana:

– Un momento gososo, companeros -grito al ver a sus amigos-. La Ferrallista sienta cabesa.

Ansaura, el Gitano, se quedo mirando muy fijo todo aquello. Una boda, dijo pasandose por la mejilla una mano de unas negras. Amalia, susurro, y luego una cifra que nadie pudo saber cual era. Entraron en la Casona y Montoya se reunio con ellos, y alli estuvieron bebiendo, asomandose de vez en cuando Montoya por la ventana para seguir los preparativos. Que manera de trabajar, son hormigas, el Torpedo Miera es el sangano, ni se le ha visto en todo el dia, decia, a lo mejor esta escondido, pensandoselo mejor, il piccolo enano. Oyeron el ruido de un coche, tocaba el claxon con aire festivo. Ahi llega el senor Lalechequemamaste, seguia hablando Montoya, la Ferrallista tampoco esta, habra ido a engalanarse, ahora la que hase de abeja reina es la Dinamitera, mandando cambiar las mesas de sitio y dando ordenes, igual que si todavia estuviese poniendo dinamita en Asturias, al que se descuide le lansa una granada en los huevos.

Los jardines de la Casona empezaron a llenarse de gente, habia algunos civiles vestidos de domingo. ?Tendra familia en Madrid la Ferrallista o seran parientes del enano? Oye, Visente, ?los enanos teneis familia?, le pregunto Montoya a Visente, que en ese momento llegaba acompanando al teniente Villegas y al cabo Sole Vera. El enano, que como siempre iba vestido de negro aunque con una chaqueta algo mas nueva y con las ondas del flequillo recien peinadas sobre la prenez de la frente, ni siquiera le contesto. Siguio ajustandose el detente en medio del pecho, y solo al rato, cuando ya salian todos hacia el jardin, le dijo el enano a Montoya, cogiendolo por el borde inferior del chaqueton:

– ?Sabes lo que te digo, Enrique Montoya? Que te mueras. Y otra cosa, a la Ferrallista, a Dolores, a partir de ahora la respetas.

– Eso que usted me dise tiene mucha dificultad. Aparte que yo no sabia que la Ferrallista se llamaba Dolores.

El jardin, con aquellos trapos, tenia el aspecto de una verbena despues de un bombardeo, arrasada y otonal. El enano Torpedo Miera estaba delante de una mesa que habian rodeado de banderas. Le habian hecho para la ocasion un uniforme militar que por las mangas le estaba un poco cojo, quiza por la premura de la confeccion o quiza por la dificultad que su amago de corcova ofrecia a las costureras. Las piernas, rectas y sin el arqueo habitual de los enanos, las tenia adornadas con una tira roja a cada lado del pantalon. Estaba repeinado, con agua, aunque los pelos de la coronilla los llevaba tiesos. La cara blanca, recien hervida.

Cogidos del brazo, llegaron Salome Quesada y Arturo Reyes, el todavia mas palido de lo habitual, los labios como si acabara de chupar sangre, y vestido con un esmoquin en el que se veian los restos de algunas manchas mal lavadas. Salome Quesada, con sus cejas largas y el pelo recogido sobre la parte superior de la cabeza, se separo del cantante nada mas ver al teniente Villegas, que la recibio cogiendole las dos manos y besandole la mejilla que ella le ofrecia, tenuemente maquillada de rosa.

Se inicio un aplauso. Por la escalinata de la Casona, donde se habian agrupado el mago Perez Estrada, con su traje blanco inmaculado, un par de enanos, el faquir Ramirez, con una camisa de lunares sobre una camisa militar, y los musicos, empezo a descender la Ferrallista Dolores. Los musicos tocaban el himno de Riego y el novillero Ballesteros, a quien, segun parecia, la herida de la frente no le iba por buen camino y ademas del panuelo rojo llevaba una venda liada a la cabeza, levantaba el puno y susurraba para sus adentros la letra del himno.

A la Ferrallista le habian puesto los pelos de color naranja y un maquillaje tan livido que parecia propio de un muerto o del cantante Arturo Reyes. Los labios tambien se asemejaban a los del cupletista, con carmin de sangre. Llevaba un vestido que aun la hacia mas alta, no se sabe si azul, gris o verde, largo, brillante como el raso pero sin ser raso. Va con tacones de altura, que es lo mas propio para casarse con un enano, aclaro Montoya a sus companeros de destacamento. Pero con quien parecia que la Ferrallista iba a casarse era con el propio Enrique Montoya, pues no hacia mas que mirarlo y avanzar en su direccion, escoltada por Rosita la Dinamitera, que por toda gala se habia colocado en un ojal del mono unas hojas verdes de helecho, y por una costurera gorda y canosa que era experta en echar cartas y maldiciones y a la que llamaban la Bruja de Segalerva.

Cuando se encontro a la altura de Montoya, la Ferrallista se detuvo. De cerca se le notaba la pasta del maquillaje, que le bajaba dispersa por el cuello, hasta el escote pronunciado por el que asomaban dos tercios de unos pechos tambien demasiado blancos, no se sabe si por los polvos embellecedores o por la sombra en la que normalmente vivian. No me guardes rencor, Montoya, yo a ti no te lo guardo, dijo. Y le dio un beso largo en la boca. La musica se habia parado. Montoya no respondio a las palabras de la mujer, se quedo con los labios y tambien con parte de la nariz manchados de rojo, mirando como la Ferrallista y sus dos madrinas o lo que fueran

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