– Es Georgie -murmura Gilabert en una mansa admiracion de ojos vivos y solemnes.

– Habeis cometido la temeridad de intentar parodiarme -dice el nino Georgie con severidad- y, como yo bien se, todo intento de parodia alberga una secreta forma de burla. Ello os costara que os aleje para siempre del rio cuyas aguas conducen a la inmortalidad.

– No toda parodia alberga burla -replica un envalentonado Gilabert enarbolando absurdamente su lanza-, ?que me dices, si no, del Amadis de Gaula que halaga el donoso escrutinio frente al fuego?

El nino Georgie se levanta y le mira con esa logica particular que encierra el odio.

– Resultas tan patetico y boludo, viejo Gilabert, nada, absolutamente nada de lo que pueda surgir de tu debil mollera permanecera de un modo sustantivo y eterno.

Me entran ganas de bajar de mi jumento para darle unas palmaditas en el trasero a este nino insolente y precoz. Con mirada apaciguadora, le sugiero a Gilabert que prosigamos. Lo hacemos dejando atras al nino Georgie, quien se queda maldiciendonos con soeces palabras en ingles. Al cabo de una larga noche que nos parece eterna, nos encontramos, junto a un arroyo de aguas risuenas y frescas, al sabio Cide Hamete Benengeli abroncando al Curioso impertinente.

– Vete de esta novela -dice gritando con unos cartapacios en la mano-, ?que tienes tu que ver con los senores Quijano y Panza?

– A mi me coloco aqui el autor -responde el otro-, y no pienso irme jamas, por mucho que transcurra el tiempo corrosivo.

– El autor soy yo -replica el sabio arabe con una vehemencia de sultan.

Un poco mas lejos, banandose en un remanso, dos hombres blancuzcos y enfermizos observan indolentes la disputa. Por fin se anima a terciar el mas joven de ellos con palpable y descontextualizado acento frances.

– Bueno, cuando os pongais de acuerdo, nos lo decis.

Gilabert me advierte al oido que se trata de Avellaneda y de Pierre Menard, dos autores de falsos Quijotes. Movido por mi nuevo instinto critico y realista, aventuro unas palabras del Eclesiastes:

– Vanidad de vanidades, todo es vanidad.

Al oirme, Gilabert alarga en su rostro una sonrisa sarcastica, mientras su rocin agradece la constancia del agua. Cuando me fijo en unas encinas proximas, distingo al bachiller Sanson Carrasco y a Cervantes tumbados a la bartola en dos hamacas de cuerda. Sin decir una sola palabra, escuchan la conversacion comiendo un racimo de uvas que dejan reposar sobre sus indolentes barrigas escasas. Frente a ellos, un viejo de prolongada barba blanca y ojillos diminutos, conversa con un joven que juega a introducirse en la boca una Luger de doble canon.

– Ya se lo adverti en el final de Niebla, don Miguel; lo ve, lo ve como es usted el que murio y fue enterrado; yo sigo viviendo y, precisamente porque sigo viviendo, puedo suicidarme cuando me de la gana, sin el consentimiento de usted.

– Me tienes hasta las barbas, Augusto Perez de las narices, ojala no te hubiera creado en aquella discreta tarde de abril en la que inevitablemente te sone. Pero, muchacho, no te hagas ilusiones, porque ni existes, ni has existido, ni existiras.

– Ya lo creo que existo. Como dijo aquel melancolico frances: pienso, luego existo.

– Perez, eso es un soberano disparate, el que pienso soy yo, para crear en ti la ilusion de pensar.

Augusto Perez tarda unos segundos en concebir la nueva argucia senil de su creador. Luego sonrie y dice acercando la Luger a su sien:

– ?De verdad quiere usted escuchar el seco disparo que me haga perecer?

– No hagas tonterias, muchacho -exclama el autor haciendo desaparecer la Luger con una goma de borrar-. Ademas, ?no te das cuenta del anacronismo que supone esa arma en este pasaje del Quijote?

– Pero que ha hecho, don Miguel, mucho mas anacronica es la empresa de Pierre Menard, y mirelo alli que contento vive junto a Avellaneda.

Con inocencia temeraria, Gilabert pregunta a todos desde su rocin:

– Por favor, ?saben ustedes quien es el autor de esta novela?

Tras un silencio tenso, Unamuno se acerca a nosotros y se detiene senalando a Gilabert. Luego se arrodilla y, visiblemente emocionado, besa las pezunas del rocin.

– ?Maestro don Quijote, es usted el unico autor, el unico, el unico!

Gilabert se intranquiliza y muestra su desconcierto. Unas risotadas procedentes de las hamacas nos llegan a todos haciendose evidentes a pesar del sonido del agua. Hasta mi jumento, que mira ahora a Gilabert, parece sorprendido frente a esta subita alteracion de identidades. Despacio, con el silencio de todos, Gilabert desciende de su rocin. Un liquido oscuro comienza a brotar de la punta de su lanza. Se mira las manos, se las huele, se las vuelve a mirar. Unamuno se apresura a levantarse del suelo y a llegar hasta el para darle un abrazo. Luego besa el suelo y llora y palpa con las manos el simbolico liquido negro.

– ?Lo veis! -grita mirando a todos con ojos desorbitados y felices-. ?Esta fluyendo tinta de su lanza, esta fluyendo tinta, os lo dije, os lo dije! ?El es el unico autor! ?Muera el cervantismo! ?Viva el quijotismo!

Incorporandose violentamente sobre la hamaca, Cervantes ha enmudecido con un rostro de panico. Con estupefaccion, todos observamos la copiosa fuente que ahora comienza a tenir las aguas del arroyo.

?Oh musas! ?Oh alto ingenio, ayudadme a describir este instante magico! Tras un silencio que termina fulminando las aguas del arroyo, me fijo en los ojos de Gilabert y en como su cara de caballero andante progresa hacia la de un viejo rollizo y casto. Gilabert se ha convertido en Virgilio y yo en Dante. De inmediato, nos percatamos de que Alguien ha hecho desaparecer los animales y los otros personajes del Quijote. Tampoco estan ya las estrellas del cielo. Con incomprensible animo resolutorio, nos adentramos ahora en una selva oscura y, despues de caminar durante un buen rato, descendemos por una inmensa garganta fangosa que termina abriendose a un valle pestilente y humedo.

– Son estos los umbrales del infierno -me dice mi maestro, en italiano vulgar-. ?Cuan lejos estamos todavia de tu Beatriz!

Precedida por gritos desconsolados que el fetido aire propaga, arribamos a una region poblada por reprobos condenados a nadar por una superficie acuosa que bulle en grandes burbujas oscuras. En la orilla de ese martirio liquido, unos demonios fustigan a todos los desdichados que, al no poder resistir las quemaduras, escapan y corren unos segundos sobre la arena de la playa.

– Nos hallamos en el circulo de los soberbios -me dice Virgilio en voz baja.

Piensa, lector, el miedo que me entra al acceder a estas imagenes. Cercados en una jaula de metal enrojecido por el calor, distingo, entre un grupo de pecadores, a Farinatta y a Filipo Argenti. Junto a ellos, Mario Duque, Bernard Satie y Silvio Lesconi estan jugando al volley-playa con un mapamundi. [35]-Estan condenados a jugar por los siglos de los siglos -me dice el autor de la Eneida con sonrisa maliciosa-, cuando no pueden mas y desfallecen sobre la arena, esos demonios que ves alli les pinchan en el trasero.

Entre los demonios mas proximos a nosotros, reconozco a Fernando Savater y a E. M. Cioran. Ambos se regocijan al contemplar a Lesconi y a Duque en sus ultimos esfuerzos por mantenerse en pie. Cuando Duque cae sobre la arena, Savater deja su tridente en el suelo y le pide a Belcebu que le preste un gran puro habano que esta fumando. Lo toma con elegancia, da un par de caladas para avivar la brasa y lo aplica en la nalga de Mario Duque.

– ?Fot-li, fot-li! -dice en un sorprendente e intraducible catalan el pensador rumano. [36]

Al notar el quemazo sobre la piel, Mario Duque se levanta de un salto para seguir jugando al volley-playa. Le toca sacar a el. Lanza el mapamundi, le pega en el aire con toda la fuerza que puede, pero la esfera de colores no sobrepasa la red. Todos los de su equipo le miran con odio, pero el esta acostumbrado a eso ya desde la otra vida y se muestra indiferente. En el equipo de Mario Duque, Silvio Lesconi y Bernard Satie, veo a un enorme gordo parecido a Orson Welles. Enfangado hasta el cuello, repite mecanicamente una palabra sin parar: «Rosebud, Rosebud, Rosebud».

– Es Charles Foster Kane -me comunica mi guia-, otro condenado en este circulo de los soberbios. Esta obligado a repetir esa palabra durante toda la eternidad.

El hedor es ahora insoportable, pero cuando mi guia hace ademan de proseguir, me fijo en Filipo Argenti, que

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