puente de Brooklyn y tres dias despues le ayudo a pintar el apartamento que, dijo, necesitaba una mano de pintura. Hablaban por telefono por lo menos una vez al dia y si llegaba pronto a casa Martin preparaba una ensalada y tortillas que compartia con ella. Fueron al cine, al Central Park, y al gimnasio de la Segunda Avenida y acabaron contando el tiempo por las horas que les faltaban para encontrarse. Pero ni siquiera cuando al cabo de tres meses pidio prestados a Dickinson, el primer camara, los cincuenta dolares que necesitaba para llevarla a cenar al New Orleans, un restaurante con manteles a cuadros y velas en copas de cristal sobre las mesas donde habia decidido pedir una botella de vino y regalarle luego los largos pendientes de azabache que ella habia descubierto en un escaparate de la Segunda Avenida muy cerca de su casa, ni siquiera esa noche, convencido como estaba de que a la vuelta ninguno de los dos habria de pulsar el boton del piso 14, quiso aceptar que habia marginado a Andrea. Es mas, mientras se preparaba para salir y se ponia la camisa blanca que el mismo habia planchado, se aferraba con obstinacion al recuerdo de su mirada azul como nos aferramos a la memoria de un muerto para que no desaparezca la parte de nuestra vida que se fue con el y sigamos siendo lo que somos.
La imagen persistio no como una sonda en el pasado sino en el interior de si mismo.
Dijo Andrea desde atras, con las manos humedas sobre los brazos de el:
– ?En que piensas?
No respondio.
– Mira -dijo ella-, nos van a llevar. -Y apoyo la barbilla en su hombro como si mirando en la misma direccion fuera a descubrir lo que el veia.
Por estribor habia aparecido una barca de pesca de proa levantada, carcomida la madera en las aristas por el uso, del mismo azul palido desvaido por la luz que las casas reconstruidas del puerto. Nadie la habia visto acercarse ni habia oido el ronquido del primitivo motor de dos tiempos.
El barquero dio a gritos una orden que apenas logro desprenderse del ritmo sincopado de las nitidas explosiones del motor y de pie, con la mano en la barra del timon, sin esperar la respuesta agarro un cabo meticulosamente enrollado en el fondo de la carlinga y siempre sin soltar la barra lo lanzo con la otra a la cubierta del
– ?En que piensas? -repitio Andrea presionando el hombro de Martin que seguia con la vista fija en la plazoleta de la mezquita. La mujer bajo el alero, alta como una sombra lejana como una quimera, desaparecia tras un saliente del muelle.
– ?En que piensas? -insistio.
– Son ruinas -dijo el vagamente. Se seco el sudor con la mano y se volvio hacia ella porque sabia que solo asi borraria de su cara la inquietud.
– ?Que estabas mirando?
– Nada -dijo el y le paso la mano por la frente.
Tambien ella sudaba, ella que no se habia cansado de proclamar a todas horas con un deje de superioridad en la voz y en el gesto que ni siquiera sudaba en la sauna, indicando con ello que aunque su deseo habria sido sudar como los demas, la naturaleza, su propia naturaleza, no le habia otorgado ese don plebeyo. En aquel momento las gotas que brotaban en la superficie de la piel y estallaban en minusculos puntitos brillantes en todo el cuerpo le daban un aspecto agotado y deshidratado.
El sol habia llegado a su cenit y a medida que se acercaban a tierra, la sombra de la roca como un filtro monumental y magico tenia de color una exigua franja del puerto y daba forma y definicion a la primera hilera de casas de paredes pintadas de azul y ocre. Y aparecio la pequena plazoleta que se habia hecho un lugar entre ellas con las dos hileras de escualidas y polvorientas moreras cubiertas apenas de hojas resecas y tostadas, y las dos mesas vacias frente al cafe cerrado aun y desierto, como todo el pueblo que pese a haber quedado en parte sumergido en la sombra hervia aun por la solana del dia. Nadie habia en el muelle salvo dos hombres inmoviles de pie junto al agua que parecian esperar la llegada de la barca y de su trofeo. Puertas y ventanas estaban cerradas, no corria el aire, no se oian voces, no habia gatos, ni perros, ni ninos, ni casi ruidos, ni volaban las gaviotas en la asfixia del mediodia. El tiempo se habia detenido y el mundo con el y unicamente la silenciosa caravana se movia en ese lugar vencido.
–
Tom miro a Leonardus.
– ?Que dice?
– Que eches el ancla.
Tom paso de un salto de la popa a la proa y largo el ancla cuando apenas quedaban veinte metros para el muelle. El subito chasquido contra el agua y el martilleo metalico que le siguio ahogaron un instante el zumbido del motor y se levantaron aleteando enloquecidas las gaviotas del albanal. El barquero lanzo de nuevo el cabo a la cubierta del
El barquero apago el motor y dejo su barca amarrada tambien, y con una agilidad de mono impropia de su rostro martirizado por las arrugas y de esas piernas delgadas de los ancianos que asomaban por las perneras arremangadas del pantalon, se encaramo por los salientes del muro y salto a tierra, y sin esperar a que Tom tendiera la pasarela cobro el cabo de popa del
Era un hablador incansable, se quito la gorra varias veces y se la volvio a poner alisandose los cabellos ralos y endebles, luego encendio un cigarrillo que dejo apoyado en la madera hasta que Tom lo vio y se lo devolvio y el se lo puso en la boca sin moverlo ya mas e inicio entonces una larga perorata acompanandose de gestos y muecas.
Se llamaba Pepone bramo casi, y para tranquilizar a Leonardus que pedia a gritos un mecanico le dijo que el mismo habia enviado a los hombres a buscarlo y que no tardarian en volver. Despues, como un juglar que hubiera esperado impaciente a su publico, comenzo a recitar una historia probablemente repetida mil veces. Hablaba en italiano mezclado con el espanol que habia aprendido en la Argentina, dijo, a donde habia ido con su familia cuando su padre era contramaestre en el