penumbra y hacia esfuerzos por levantar la cabeza en un vano intento de recobrar el aliento, o tal vez solo con el proposito de demostrar cada vez mas a ciegas que, incluso moribundo como estaba, habia logrado desalojar al intruso de sus dominios.

Tenia la camisa empapada y los cabellos se le habian pegado a los ojos. Los aparto con la mano llena aun de tierra y vio entonces a la vieja, que salia de la huerta arrastrando por el suelo los harapos con la misma deteriorada e indiferente majestad y cantaba al mismo compas su insistente melodia. Y como si no hubiera hecho mas que entrar por una puerta y salir por otra despues de un rodeo inutil por el interior del huerto, piso las piedras ensangrentadas y paso junto al perro postrado sin mirarle, sin verle quiza, ni advertir la presencia del hombre sudoroso y desencajado que la contemplaba. Ni parecia haber reparado tampoco en el crepusculo que habia dejado la calle con una luz tenue, somera, opaca donde no habia mas brillo que aquellos ojos de agonia en un ultimo e inutil esfuerzo por mantenerse abiertos. Ascendio por el camino arrimada al muro deshecho, y cada vez mas confundida con la penumbra torcio por un atajo y se deshizo como una sombra mas.

Cuando hubo desaparecido se presiono las sienes y cerro los ojos. Despues se puso a caminar en busca de luz. Le dolia la herida y cojeaba pero no se detuvo hasta llegar al final de la cuesta bajo una escueta y macilenta farola colgada del alero de una casona en ruinas. No se oia mas que el chirrido de los grillos en el calor de la noche. No se veia a nadie, la calle estaba desierta y el muelle quedaba lejos aun. La herida sangraba aunque parecia haberse secado en parte, la limpio con el panuelo que saco del bolsillo y lo doblo en diagonal para vendar la pierna y restanar la herida. Luego desenrollo la vuelta de los pantalones y una vez oculto el vendaje se quito las manchas de sangre de las manos con hierba seca. A la luz del mechero se dedico concienzudamente a buscar otros rastros: solo encontro un par de gotas en el pantalon, que froto con tierra para cambiarles el color, y al restregar la suela de los zapatos contra las piedras se levanto un polvo seco que le hizo toser. La angustia habia cedido y tambien la excitacion, y se disponia a ponerse en camino otra vez presionado por una urgencia inmitigable de alejarse del lugar, cuando en lo alto de la loma una figura recortada en el firmamento, vagamente manifiesta sobre la oscuridad que le envolvia, estallo en una secuencia de carcajadas cuyo eco diafano no obstante las superponia encadenandolas y multiplicandolas hasta retumbar contra los muros y perderse temblando por las calles sembradas de pedruscos. Salto un lagarto asustado o una piedra se desprendio por el estruendo y grazno indignada un ave oculta en un matorral invisible, y el hombre sacudido por la violencia de su risa espasmodica echo hacia atras la cabeza. Solo entonces lo reconocio por el brillo ciego de su ojo de cristal.

No fue solo el eco de aquellas carcajadas quebradas y virulentas sino tal vez el miedo o la verguenza lo que le hizo huir de esa imagen acusadora; bajo a trompicones por un camino que estaba seguro de no haber visto antes, guiado por el olor a salitre, mas denso aun por el bochorno que con la caida de la noche habia llenado la bahia. Cuando salio al muelle la cantinela de la mujer, los ladridos del perro y las risotadas del hombre se sucedian aun a su espalda. Se volvio pero solo oyo el tanido sin cadencia de una campana perdida.

Aunque esa parte del muelle estaba a oscuras, en el cafe del puerto, cerca de donde habian amarrado el Albatros, se habian encendido algunas luces y por un instante olvido los esperpentos que acababa de dejar. Siguio caminando sin excesivo dolor, sofocado todavia aunque se daba cuenta de que el corazon recobraba muy lentamente su ritmo habitual porque en algun lugar de su conciencia seguian retumbando las carcajadas del tuerto. Y en la tortura y la confusion de voces y ruidos cuyo origen no podia descifrar se repetia una y otra vez para convencerse: ?Solo he matado a un perro! ?No he hecho mas que matar a un perro! ?Que me ocurre? El mundo no ha avanzado moralmente desde la edad de las cavernas ?quien puede negarlo?, ?no viven tranquilos los poderosos y sin embargo lanzan impunemente a la muerte a decenas de miles de personas a veces solo por vender mas unidades de un producto inutil, o los que en nombre de la libertad o la moral, torturan, matan y destruyen? Y ellos en cambio no conocen la angustia, ?no les vemos acaso todos los dias, fatuos y satisfechos de si mismos, recibiendo honores y repartiendo prebendas, sin el mas leve asomo de remordimiento ni compasion?, ?por que habria de tenerlos yo?, ?por que yo? Echo a correr tambaleandose como la vieja que quien sabe donde estaria ahora, perseguido aun por esa risa que se iba incorporando al tanido dislocado de la campana que incrementado y alimentado por si mismo atronaba la boveda de los cielos, decididamente negra ya y tachonada de estrellas y constelaciones cuya impasibilidad y permanencia no alcanzaron a postergar el oculto escenario de su ruindad. Se detuvo al llegar al antiguo mercado y se agacho para buscar el hilo de agua del cano. Se limpio las manos y la cara y bebio con fruicion atragantandose y en tal cantidad que el estomago lleno de aire comenzo a revolverse y gemir. A los diez minutos se peino con la mano y examino escrupulosamente los pantalones, la camisa y su aspecto en una puerta cristalera sin visillo. Apenas podia verse pero esa sombra de si mismo le tranquilizo. Luego se sento en un mojon e intento recobrar el aliento y la calma. Desde donde estaba, en la oscuridad, podia ver todo cuanto ocurria a pocos metros, en la plazoleta, con la seguridad de que nadie le descubriria. En una de las mesas, Leonardus, Andrea y Chiqui comian patatas cocidas, pimientos asados y bebian cerveza. Se les habia unido Giorgios, el dueno del local, todavia con el mandil puesto y Pepone, el barquero, que liaba su cigarrillo sin dejar de hablar. Leonardus parecia repuesto del calor, llevaba una chilaba limpia y debia de haber tomado una ducha porque tenia todavia el pelo mojado. Fumaba sin parar y resonaban en la noche sus risotadas. Se habian encendido algunas lamparas y en la mesa de al lado cuatro o cinco pescadores vociferaban, tal vez ebrios ya. Alguien habia puesto en marcha en un cascado aparato de musica una cancion cuya melodia sonaba agrietada y apenas reconocible. Leonardus hizo un gesto impaciente a Giorgios y casi coincidiendo con el ceso la musica, mandolina, guitarra, quien podia saberlo. Y en el silencio brotaron otra vez precisos los golpes de las fichas de hueso sobre la mesa de marmol y delimitadas las voces y el ruido de las sillas. Chiqui vestia unos pantalones tan rojos y tan apretados que estaba congestionada por el calor o quiza fuera la vehemencia con que repetia su afirmacion: «Todos los hombres enganan a sus mujeres, todos».

– ?Y tu como lo sabes? -pregunto Leonardus riendo.

– Porque las enganan conmigo -respondio y dirigio el gesto y la mirada a su izquierda.

– ?Todos? -pregunto Andrea con sorna.

– Los suficientes -y habia en su voz mas que descaro, desafio.

Martin dejo de escuchar. No queria ver la cara de Andrea, la conocia bien, cuando Chiqui le dedicaba sus discursos -no te pongas filosofica, le decia Leonardus, tu no estas hecha para la reflexion, y le daba esas palmadas en el muslo que tanto la molestaban-. Andrea se quedaba callada y un tanto inquieta y Chiqui la miraba de soslayo con tal seguridad que era dificil no percibir en el gesto la indiferente satisfaccion de la victoria. Siempre ocurria asi, sobre todo desde la escena de los delfines que se habia producido hacia cuatro o cinco dias: serian las seis de la tarde cuando despues de un prolongado bano entre dos islas, navegaban al atardecer con el motor al ralenti. Tom, que seguia amarrado a la rueda del timon, grito de repente: ?Delfines! ?Delfines! Salieron el y Leonardus de la cabina donde se habian refugiado del sol de poniente esperando la hora del whisky; Chiqui asomo con la cabeza a medio lavar por la puerta del cuarto de bano y en cuanto comprendio de lo que se trataba subio corriendo a cubierta donde ya Andrea contemplaba como los delfines se retorcian y retozaban contra la roda para esconderse despues y nadar bajo el agua a la misma velocidad del barco, y como se zambullian de nuevo dando saltos, siguiendo su ritmo. De vez en cuando uno de ellos se alejaba y parecia huir pero volvia otra vez al mismo punto. Al rato se fueron todos, cansados probablemente del juego, y los vieron nadar aun en la distancia atentos al Albatros. Entonces Chiqui se situo en el punto mas alto de la proa y con los dos dedos de cada mano presionando la lengua contra el paladar, primero con suavidad, luego con mas fuerza, emitio un silbido agudo y prolongado que repitio varias veces. Como si hubiera comprendido la llamada uno de los delfines volvio y se arrimo de nuevo a la amura de estribor. Siguio silbando con insistencia y luego se detuvo y espero convencida de que los delfines la habian comprendido y habian de volver. Y efectivamente llegaron uno tras otro y se revolcaron en las olas que abria la proa y se volvieron a marchar respondiendo al juego. Chiqui se habia banado durante horas por la manana y despues de comer, y no habia hecho mas que tomar el sol desde que habia comenzado el viaje, y como habia salido del bano precipitadamente se habia recogido el pelo en una toalla en forma de turbante monumental, solo vestia la pieza inferior del bikini, chorreaba aun del agua de la ducha, le brillaban los ojos, y asi de pie, casi de puntillas -altisima y con los dedos en la boca para arrancarle el potente silbido- parecia un mascaron vivo, un domador mitico al que obedecian los seres del mar. Y no solo reinaba sobre los delfines sino sobre los cuatro que asistian fascinados al espectaculo del juego inocente y soberano que ella misma habia inventado bajo la boveda del cielo sin limites a esa hora del atardecer que arrastraba semanas enteras de bonanza. Andrea debio verla tan viva y potente, tan ludica en su apasionamiento y entusiasmo y tan eficaz en el juego, que no pudo resistirlo: se agarro a los obenques para no caer y se precipito a popa tropezando con tensores, escotas y guias, bajo las escalerillas, se metio en su camarote y se echo sobre la cama sin ni siquiera cerrar la puerta para esconder los sollozos. De celos, de envidia tal vez, o de pena por la muchacha que

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