tomar cafe. Vivian en el populoso y centrico barrio de Chaalan, en el ultimo piso con terraza de una casa amplia y clara, con cortinas de lino en los balcones y ventanas que se movian con el viento y suavizaban el calor y la luz cegadora del mediodia. Teresa era una andaluza de grandes ojos negros que volcaba en lo que decia y contaba una mezcla de entusiasmo y devocion. Llevaba varios anos en Damasco y conocia todos los rincones y los secretos de la ciudad, y entre las muchas informaciones que me dio y los planes que hicimos aquella tarde, uno de los que no quedo en el aire fue el de ir al dia siguiente a la ceremonia sufi de mujeres y a los banos.

Llegamos cuando ya habia comenzado porque habiamos quedado en encontrarnos en la puerta principal del zoco. Eso creia yo, pero ella habia entendido que la cita era en la puerta de la mezquita, es decir, al final del zoco Hamidie. Asi que estuvimos una hora apoyada ella en las sagradas piedras de la mezquita y yo en la entrada del zoco, viendo llegar las mujeres en riadas, los hombres de dos en dos y los beduinos y los aldeanos cargados de cestas para hacer sus compras. Pedi agua a un vendedor ambulante cargado con su instrumental de hojalata a la espalda con guarniciones de colores y flecos y borlas, donde tintineaban jarras de metal, teteras pulidas hasta el centelleo y vasos que limpiaba el mismo con la habilidad de un experto y la tradicion de generaciones, y levantaba despues la jarra invertida que soltaba un chorro desde lo alto al estilo de los sidreros de Asturias.

Cansada de esperar llame a su casa desde un telefono publico y Adnan aclaro la confusion. Recorri los trescientos metros del zoco hasta la mezquita con tantisima gente que sortear que perdi por lo menos otros diez minutos. Alli estaba Teresa, apoyada en una columna de varios siglos de existencia esperando con paciencia a que yo llegara. Torcimos hacia el norte y, en una calleja entre Bab Firdaus y Bab Faray, entramos en una casa por una puerta diminuta.

Enseguida oimos el repetitivo canto en el interior. Salio una mujer a recibirnos a la entrada exigua, y recorriendo minusculos pasillos nos hizo descender por unas escaleritas hasta desembocar en un patio de unos veinte metros por cinco mas o menos, cubierto en parte por una parra, atestado de mujeres. En el portico del fondo, una habitacion bajo techo abierta al patio, el ‘liwan’, varias mujeres alineadas presidian la ceremonia sentadas bajo grandes cuadros de vivos colores de La Meca y La Kaaba.

– Esas son las sufies -dijo Teresa-, las que se consideran a si mismas puras.

Iban todas vestidas de blanco y llevaban la cabeza cubierta con velos blancos tambien, bordados, sueltos como una mantilla, y mantos blancos sobre las tunicas. Frente a ellas las mujeres del publico que habian ido a orar ocupaban varias hileras de sillas, o se sentaban en el suelo sobre alfombras. Todas se balanceaban y cantaban una reiterada jaculatoria alabando a Ala, el Grande, el Todopoderoso, el Clemente. Pero desde que nos descubrieron en la puerta sin atrevernos a entrar, las cabezas se volvieron, disminuyo la potencia y el ritmo del canto, y fuimos por unos minutos el blanco de cuchicheos y miradas. Dos o tres mujeres se levantaron y amablemente nos instaron a entrar. El sol daba de lleno en la mitad del patio y como todas las sillas estaban ocupadas, nos acercamos al unico rincon vacio del suelo y ya ibamos a sentarnos cuando aparecio una chica con una silla, luego otra con otra, y nos las ofrecieron. Alli nos quedamos como dos islas rodeadas de orantes a nuestros pies, los zapatos en la mano y la cabeza cubierta. Yo no tenia panuelo, asi que me cubri con la chaqueta, lo que las distrajo mas aun. Casi junto al porche habia una anciana que me indicaba con signos que me cubriera el pedazo de cabello que todavia asomaba, pero al ver los esfuerzos que yo hacia sin lograrlo por complacerla, otra a su lado me hizo un gesto amistoso como dando a entender que no me preocupara mas. Disminuyo poco a poco la curiosidad y las cabezas se dirigieron de nuevo hacia las mujeres sufies, y yo pude dedicarme a contemplar el lugar. Habia jovenes y ninas que no llevaban el cabello cubierto y debian de estar alli tal vez porque desde que se asoman al mundo no se mueven de la vera de sus madres; habia tambien alguna mujer del campo con increibles combinaciones de trapos de colores en la cabeza sobre la toca blanca que le cubria la frente y pasaba bajo la barbilla, y un poco apartadas se agrupaban las mujeres ortodoxas, quiza integristas, con sus gabardinas grises cruzadas, largas y abultadas hombreras y el panuelo blanco adelantado sobre la frente para que no se viera un solo cabello, anudado, casi cosido bajo la barbilla y todos sus extremos metidos en el cuello y las solapas.

Ceso el canto y comenzaron las plegarias. La mujer que presidia, la jefa de la comunidad, tenia la voz potente y recitaba salmos, segun me dijo Teresa, en el lenguaje clasico en que esta escrito el Coran, y despues en arabe coloquial de Siria explicaba el sentido de lo que habia recitado y ponia ejemplos de la forma en que podia aplicarse en la vida cotidiana, con paciencia pero con insistencia, mientras las mujeres la coreaban con gestos y corrian las ninas entre ellas mirandonos a hurtadillas.

Me habia contado Fathi que la primera lengua de la mayoria de los sirios, es decir, casi ocho millones, es el arabe de Siria, con sus distintos y peculiares giros y construcciones y un vocabulario propio al que se han ido anadiendo con los siglos acepciones de otras mil lenguas. Pero hay tambien minorias que hablan la propia, como los kurdos, los armenios, y en menor medida los asirios (una lengua semitica parecida al arabe con restos de la epoca de los asirios), los circasianos (la lengua de los musulmanes del Caucaso) y unos pocos el arameo (la lengua que, segun dicen, hablaba Jesus). Los judios, incluso los sefardies, hablan el arabe y unos pocos el sefardi. Pero para escribir se utiliza siempre el arabe clasico, comun a todos los paises arabes. Las novelas por ejemplo se escriben en arabe clasico, el teatro en cambio utiliza casi siempre el arabe coloquial.

Al poco rato algunas se tocaron la cara como si fueran a persignarse, con timidez al principio y despues a mayor velocidad; otras comenzaron a gemir, incluso a llorar, hasta que casi al unisono todas desgranaron sus lamentos en una plegaria un tanto descontrolada que tenia mas de ritual que de espontanea, y que de algun modo me dio a entender que el ambiente no era propicio para el trance. Era mediodia, el sol que habia recorrido ya una parte del patio me daba en la cabeza cubierta con la chaqueta blanca, el calor era sofocante. Al poco rato cesaron los llantos y debio de comenzar la parte practica de la ceremonia porque una de las mujeres vestidas de blanco explico con todo detalle la forma de preparar el equipaje del marido si partia en la peregrinacion a La Meca que se iniciaba en esos dias. La imagen de la mujer con el manto blanco sobre las espaldas era hermosa y transmitia voluntad de comprension y ayuda, pero no tenia ni el porte ni el recogimiento con que los hombres musulmanes acuden a los actos religiosos, ni su calida voz aportaba al acto la solemnidad de los almuedanos llamando a la oracion.

Para esas mujeres, tal vez para la mayoria, la religion es poco mas de lo que eran las religiones al principio de los tiempos: un codigo de costumbres, unas reglas higienicas, una moral cotidiana, un refugio donde llorar sus penas, hacer sus confidencias al Altisimo y como mucho un estado donde se combinan el desgarro y la llantina que nada tiene que ver con la exaltacion, el trance o el extasis. Habia en el aire la certeza de que nada extraordinario iba a ocurrir, quiza algo cotidiano y habitual en la forma de asistir al acto que no impedia a esas mujeres despedir a la que partia o, como hizo la presidenta, decir a voces “ ?telefono!” cuando se oyo el timbre en el interior de la casa para que alguien acudiera, como si les fuera imposible despegarse de la realidad, como si lo que importara fuera lo que de material tenia esa oracion y este lugar.

Las dejamos rezando, con la cabeza vuelta desoyendo los sabios consejos de la presidenta que en vano las conminaba a no distraerse, banadas en el calor del sol mas alto que apenas acertaba a paliar la parra de hojas verdes de la incipiente primavera. De nuevo con los zapatos en la mano dimos muestras de agradecimiento y respeto y yo repeti con torpeza el gesto de tocarme la cara de abajo a arriba como les habia visto hacer a ellas.

Una se rio, las demas nos miraron divertidas con una sombra en los ojos pintados de nostalgia tal vez por lo que no habrian de vivir, mientras todas repetian una y otra vez ‘Amin, Amin, Amin’, Amen, Amen, Amen.

Los banos.

En la calle, las mujeres vestidas a la occidental tenian ahora algo de inoportuno, de exagerado.

En Damasco hay muchas mujeres corpulentas y robustas que vestidas con tejanos y camiseta, a los que han anadido volantes y lentejuelas, tienen un aspecto un tanto peculiar frente a las arabes del patio que acababamos de dejar, o frente a las que visten largas tunicas y avanzan con majestad a grandes pasos, sin tacones o descalzas, envueltas en velos y mantos. Contrastan tambien con ellas las integristas de la gabardina que no llevan zapato plano ni tacon, sino zapatos de monja con cordones y medias oscuras y tupidas y dan siempre la impresion de que, acostumbradas a andar en casa con los pies desnudos o con chinelas, ese calzado les martiriza los pies.

Cruzando la calle, a unos veinte metros de la casa de las sufies, se encontraba la puerta de los banos. En los paises arabes los banos forman parte de la vida de los ciudadanos, como asistir a la mezquita o deambular por el mercado, sobre todo en los ambientes muy populares que conservan intactas las prioridades de sus

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