tiempo al Penumbra en la casa Putman y era probable que supiera darme norte de el.
Supongo que para infundirme tranquilidad, Sam Benitez me comunico que, una vez que estuviesemos en Colonia, se incorporaria a la operacion, aunque sin cobrar nada por sus servicios, Tarmo Dakauskas. «?Quien?» Era la primera vez que oia ese nombre, un nombre que, segun el relato precipitado de Sam, correspondia a un estonio de habilidades multiples, ya que habia sido espia al servicio de la URSS, soldado de fortuna durante la guerra de los Balcanes, instructor militar en diversos frentes y mediador en operaciones de canje de prisioneros en Irak. «Con el estareis seguros», me aseguro, a pesar de que, de entrada, el tal Tarmo Dakauskas presentaba un perfil inquietante incluso como aliado. «Pero tienes que darte prisa, ?va?»
«Hay que ir a ver enseguida al Falso Principe», insistia, por su parte, tia Corina.
Y yo estaba hecho una madeja, debatiendo conmigo las opciones, entre las que parecia imponerse la que me resultaba menos apetecible: localizar al Penumbra y llegar a un arreglo con el.
Se supone que el Penumbra debia de estar en Londres, que es su paradero habitual, a pesar de haber tenido que pasarse una temporada deambulando por las dos cuartas partes del mundo para esquivar el afan de venganza de un coleccionista de arte venezolano que controla la red de prostitucion de elite de Caracas.
El caso es -o al menos eso se cuenta- que aquel venezolano exquisito le encargo al Penumbra que robase del Museo Judio de Nueva York el cuadro de Chagall titulado
Una vez en posesion de aquel cuadro, el Penumbra no tuvo mejor ocurrencia que encargar una copia urgente a Leo Bruzt, el maestro falsificador de Filadelfia que logro colocar media docena de piezas de primer orden al magnate Frick, por ejemplo. Acostumbrado a remedar las ondulaciones de la mano de tipos como Vermeer o Rembrandt, Leo debio de emplear apenas diez minutos en copiar al detalle las maranas oniricas del ruso. Y aquella copia fue la que el Penumbra entrego al venezolano, convencido -a fuerza de candidez e inexperiencia- de que el cliente no estaria interesado en implicar en el asunto a ningun experto, alentado tal vez el hijo de Honza por la falsa premisa de que en tales casos conviene reducir lo mas posible el ambito de popularidad, al no poder confiar uno ni en la discrecion de los ciegos sordomudos que acaban de morir. Pero, contra aquel pronostico imprudente, y segun era logico, el venezolano requirio la asistencia de un tasador, que no tardo en certificar la falsedad del cuadro. Y el venezolano se sintio, en fin, como se sentiria cualquiera: presa de un arrebato mixto de humillacion y de estafa, sobre todo si se tiene en cuenta que ya le habia satisfecho al Penumbra el total de los honorarios acordados.
A esas alturas, el Penumbra -siempre segun la version de Montenegro- habia volado con el
Cuando el venezolano localizo al Penumbra, le expuso la siguiente disyuntiva: el cuadro y el dinero o matarile. La cosa podria haberse arreglado sin llegar a mayores, pero el caso era que el Penumbra seguia teniendo el cuadro, aunque al parecer se habia fundido el dinero en pagar deudas peligrosas y en habilitar la sede de una sociedad dedicada a la predicacion de las doctrinas del Lado Oscuro.
En beneficio del enredo, el Penumbra le perjuro al venezolano que el cuadro que le habia entregado era el que descolgo del Museo Judio y que si los responsables de los museos se dedicaban a exhibir falsificaciones, el no tenia la culpa de aquella desverguenza. Segun era previsible, tampoco desecho el argumento de que el tasador podia haberse equivocado. Pero el venezolano no era, al parecer, de caracter voluble: «Escucha, carajito: el cuadro y el dinero o matarile», y ahi se cerro en banda. «El cuadro», se rindio al final el Penumbra. «Y el dinero», anadio el venezolano, porque se ve que aquello habia derivado en una cuestion de orgullo.
Por suerte, el orgullo admite rectificaciones, al igual que todos los sentimientos solemnes, de modo que, a las dos o tres semanas de su ultimatum, el venezolano le comunico al Penumbra que se conformaria con el
Pero la realidad tiene mucho de opera bufa y reparte a capricho los gorros tricolores con cascabeles.
A los pocos dias de entregar el cuadro al agente de bolsa, el Penumbra volvio a tener noticias del venezolano, segun se regodea en contar Montenegro. «Este es mas falso que el otro», y el Penumbra se quedo mudo, porque tenia gastados ya los argumentos defensivos. «Eso es imposible», dijo al fin, pero era una apreciacion equivocada, porque si era posible: el venezolano habia recibido otro falso
Como no hace falta decir, todo el mundo da por sentado que Leo Brutz hizo dos copias del
En cualquier caso, y sea cual sea el grado de veracidad y el grado de falsedad de la anecdota, se da por hecho que el Penumbra tuvo que ocultarse durante una temporada y sigue siendo dificil rastrearle la pista, porque alimenta la aprension -bastante razonable- de que el venezolano no se ha dado por vencido, o eso se dice.
Pero emprendamos ya nuestra busqueda del escurridizo Penumbra, materia de leyendas variadas, y ninguna de ellas ejemplar.
Llame a Gerald Hall, gerente de la sede central de la casa Putman de Londres, que, como ya he dicho, sabe todo lo que se cuece en los ambitos heterodoxos -digamos- de la ciudad, incluido lo que nadie querria saber, y le solicite alguna pista del Penumbra. Gerald se extrano de mi interes por ese alunado, pero no me pidio explicaciones, ni se las di. Segun sus ultimas noticias, el hijo del buen Honza vivia en un apartamento de Electric Avenue, donde impartia una nueva doctrina apocaliptica, o algo similar a eso. «Me imagino que lo del fin del mundo y ese tipo de serenatas, ya sabes», me preciso Gerald, a quien le pedi el favor de que procurase localizar a aquel pregonero de hecatombes. «Hare lo que pueda. Ya te llamo.» Y a los dos dias de aquello me llamo: «Te doy un numero de movil. Duerme de dia, asi que llamalo por la noche», que fue lo que hice.
El Penumbra me mostro su naturaleza mas laconica, aunque supuse que la lengua se le desencadenaria cuando se tratase de predicar el fin del mundo y asuntos tal vez peores, ya que todos los visionarios suelen distinguirse por lo florido de su facundia. Fui explicandole -sin entrar en pormenores, por aprension de prudencia- el asunto de las reliquias colonienses y a todo iba diciendome que si, hasta que pronuncie el nombre de Cristi Cuaresma y entonces dijo que no. «Esa loca no.» Quise sondear la razon de aquella negativa, que establecia un contraste tan violento con el interes de Cristi por trabajar con el, pero el Penumbra volvio a la ristra de monosilabos, esa vez de negacion. Me vi obligado a recurrir entonces a un abracadabra universal: una cifra. Una cifra alta. «Es poco.» (?Poco?) Me propuso una cifra el. «Y los gastos aparte. Lo tomas o lo dejas. Tienes cinco segundos para pensarlo.» (Asi esta el negocio: la punalada del picaro frente a la meditacion y el consenso.) ?Que podia hacer yo? Era demasiado dinero para regalarlo por las buenas a un individuo con notoriedad de inutil, pero podia asumir el dispendio: algo mas del 80% del anticipo que recibi de Sam en El Cairo. Tras el acuerdo, la actitud del Penumbra volvio al lado afirmativo. Quede en llamarlo para concretar la cita, que habria de ser, como es logico, en Colonia, dos o tres dias antes de la fecha que fijasemos para el golpe. «Ve preparando un plan y lo estudiamos juntos», y me aseguro que asi lo haria, aunque, con arreglo a sus antecedentes, dudaba yo si no seria mejor que no planease nada y dejase esa labor en nuestras manos, a pesar de ser manos titubeantes, por no decir temblorosas.