mal que aquejaba a los tres jovenes, que ya en nada lo parecian. Y en eso anduvieron durante varios meses: los enfermos agostandose, los abogados procurando rentabilizar la Ley y los medicos militares lavandose las manos, segun suele decirse.

Como ni los abogados ni los medicos lograban avanzar gran cosa, los tres ex combatientes moribundos, que seguian en observacion en el hospital militar de Washington, recurrieron a la via espiritual y, por sugerencia de Laughton, requirieron la asistencia del reverendo Spoonful, prenda y prez de la iglesia episcopaliana, autor de dos libros de exito: uno sobre los milagros en el siglo XIX y otro sobre los milagros en la primera mitad del siglo XX.

Durante el encuentro, aquel trio de desfallecientes narro al reverendo, entre otras muchas hazanas, el episodio de los restos mortales encontrados en las cercanias de Colonia, y Spoonful, que en el fondo tenia mas fe en lo sobrenatural que en los fundamentos de la naturaleza, intuyo que de ahi podia arrancar la trama de sus desdichas.

Los enfermos, por indicacion de Spoonful, pidieron a sus familiares que les hicieran llegar al hospital aquel estrafalario botin de guerra, y asi fue. Tras olerse su origen sacro, el reverendo inicio pesquisas en la diocesis de Colonia, desde donde no tardaron en revelarle la trascendencia del asunto -aunque sin entrar en detalles- y en urgirle su devolucion, pues en la catedral seguia exhibiendose el relicario, una vez recuperado de las garras de los campesinos y restaurado primorosamente, aunque en su interior solo se hallaban las reliquias de santa Ursula - asesinada por negarse a contraer matrimonio con Atila, rey de los hunos-, que fueron depositadas alli por considerar el arzobispo coloniense que era una tomadura de pelo el que los fieles oraran frente a un chirimbolo vacio, y durante todos esos anos, en la Noche de Reyes, colocaba en el frontal del relicario tres calaveras de pasta, compradas en una libreria cientifica, que retiraba al dia siguiente con el remordimiento de haber montado un guinol grotesco en suelo sagrado.

Al reverendo Spoonful le costo trabajo soltar las reliquias, a pesar de las indicaciones recibidas por parte de sus superiores, pero finalmente accedio, aunque de mal grado, no sin antes apropiarse de varias astillas de huesos de cada uno de los tres envoltorios.

Cuando las reliquias regresaron a Colonia, el arzobispo, en una misa nocturna a puerta cerrada en la que solo estaban presentes los miembros del consejo catedralicio (a quienes conto lo que quiso sobre los avatares de la desaparicion), las restituyo solemnemente al relicario y todo parecio volver a su cauce.

Lo mas curioso de todo es que, en el preciso instante en que tuvo lugar aquella ceremonia de restitucion, los ex soldados Laughton, Berry y Connolly, a miles de kilometros de alli, sanaban de sus estigmas, recuperaban el color y la juventud y saltaban de la cama como lazaros devueltos a la vida.

El reverendo Spoonful quiso advertir un factor milagroso en aquella sanadura espontanea y publico un articulo al respecto, ilustrado con fotografias del antes y el despues de los afectados, en una revista de temas paranormales que intentaba conjugar, con exito variable y con rigor de manga ancha, los arcanos de lo inexplicable con las explicaciones de la ciencia. Segun la hipotesis de Spoonful, que era hombre aficionado al riesgo espiritual, aquellos honorables ex combatientes habian llevado al suelo patrio las reliquias de Jesucristo y de los dos ladrones que fueron crucificados junto a el. De ahi el padecimiento de estigmas en pies y manos. «Cristo ha querido venir a los Estados Unidos de America», proclamaba el reverendo. «Y se ha valido para ello de tres valerosos soldados que han tenido que sufrir en sus carnes el dolor de la enclavacion para que nuestro pueblo no olvide su mensaje.»

Para insistir en el recuerdo de ese mensaje, el reverendo monto una gira con los tres antiguos soldados por las principales ciudades del Este, con paneles en los que se exponian fotos de su martirio. Tras la arenga del reverendo, los ex combatientes tomaban la palabra para explicar a la feligresia su aventura belica y para detallar, con oratoria titubeante y descarnada, la grandeza de su padecimiento, momento en que se proyectaban diapositivas de sus miembros ulcerados. «Cristo nos eligio», proclamaban Laughton, Berry y Connoliy, que eran ya especialistas en firmar autografos en estampas de Cristo, en calidad de vicarios suyos en la Tierra. «En la catedral de Colonia se veneran las reliquias del Salvador junto a las de los dos ladrones, tanto las del bueno como las del abyecto, como prueba del perdon infinito y de la infinita humildad del Redentor, que ha querido compartir los esplendores del relicario con dos infelices», informaba el reverendo.

Sus superiores advertian a Spoonful de que el hecho de que existieran restos mortales de Jesucristo era algo que entraba en contradiccion severa y sacrilega con el dogma de la resurreccion, pero Spoonful no escuchaba sino lo que le hablaba en silencio su corazon henchido, y el corazon -el de Spoonful y el de cualquiera- razona mas bien poco, asi que con su discurso siguio el reverendo.

Al poco de aquello, Spoonful se levanto una manana y vio que tenia llagadas las palmas de las manos. Se miro los pies y aprecio en ellos la misma lesion. Lejos de afligirse, se sintio privilegiado por aquella desgracia, ya que dio en atribuirla a designio divino, segun era logico y natural, pues no cabia ninguna otra atribucion razonable. Spoonful relaciono enseguida la aparicion de aquellos estigmas con su posesion de los fragmentos de reliquias que habia sisado del lote que fue devuelto a Colonia. Asi que no tardo en disponerse a rentabilizar aquel prodigio en beneficio de la propagacion de la fe, y por ciudades, pueblos y aldeas iba el reverendo predicando con fuego, como quien dice, y exhibiendo sus llagas, para escalofrio de los testigos de aquel fenomeno. «Jesus ha querido que yo reviva su padecimiento en la Cruz», etcetera.

El arzobispo catolico de Washington no tardo en informar de aquellos delirios a la jerarquia vaticana, que, por tramite de prudencia, consulto al arzobispado de Colonia sobre el particular. El arzobispo germano, que era hombre astuto, a la vez que soberbio y temeroso -lo que no deja de ser una combinacion psicologica pintoresca, aunque frecuente-, redacto un informe en clave ironica, achacando aquellas fantasias a la irresponsabilidad propia de un episcopaliano con aspiraciones de divismo, y de ese modo se libro de dar explicaciones sobre las peripecias que padecieron las reliquias.

El informe del arzobispo de Colonia fue dado por bueno en el Vaticano y ahi termino el asunto… Al menos en teoria.

Manel Macario hizo una pausa para ir al cuarto de bano. «Esto parece ya una mezcla de Mark Twain y de novela gotica. ?Tu crees que es serio que dos adultos esten aqui, delante de una bandeja de marisco, escuchando un cuento chino de ambientacion norteamericana?»

Macario volvio del bano. «?Quereis que siga?» Tia Corina volvio la cara, pero yo le conteste que por supuesto. Y Macario siguio…

Spoonful estuvo de gira durante unos tres meses, reclutando fieles gracias al poder de sugestion de sus estigmas y de su oratoria, que hacian una mezcla en verdad irresistible. Su salud mermaba por dias, y nada podian hacer los medicos, en parte porque nada queria Spoonful que hicieran, al sentirse orgulloso del suplicio que le habia impuesto el propio Jesus, a imitacion del suyo en el Golgota.

La cupula episcopaliana no veia con buenos ojos aquel exhibicionismo macabro ni aquella especie de suicidio lento y en publico, pero toleraba el circo en funcion de los resultados, pues eran muchas las ovejas que sumaba al rebano el reverendo.

Visionario, temerario y tremendista, a Spoonful, en los ultimos dias en que giro por ahi, tenian que trasladarlo en silla de ruedas, al no tenerse en pie, y habia ocasiones en que sufria un desfallecimiento en plena homilia, efecto dramatico que aumentaba el entusiasmo de los devotos, pues apreciaban en vivo la consuncion heroica de aquel varon bienaventurado, santo entre los que mas, dispuesto a exhalar su ultimo aliento delante de un megafono.

Cuando el reverendo vio cercano su fin, revelo a su asistente predilecto, un cura recien investido, de nombre Leonard Zaritzky, el secreto de las reliquias, y a el confio las astillas usurpadas, no sin advertirle de que su posesion implicaba el padecimiento que estaba a punto de matarlo, como asi fue, porque a la semana de aquello se fue el reverendo Spoonful junto al Padre.

Colas hacia la gente para dar el ultimo adios al cadaver del reverendo estigmatizado, el de verbo florido y tremebundo, el amigo del dolor.

Zaritzky, que apenas mediaba la veintena, se encontro con aquella herencia terrible y cada noche padecia una pesadilla invariable en la que se veia el cuerpo llagado, rebosante de pus y santidad. Pero al despertarse, y por fortuna, en sus manos y pies no habia rastro de estigmatizacion, aunque no pasaba un minuto entero a lo largo del dia sin que se los vigilara.

A pesar de la predileccion que le dedico Spoonful, Zaritzky no tenia madera de martir y no estaba dispuesto a pasearse por ahi como una atraccion de feria para proseguir la labor de su maestro, segun le habia prometido en su lecho de muerte, pues era el persona de caracter delicado y poco dada a los espectaculos espiritualistas, al

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