Recibimos una llamada de Manel Macario, que estaba de paso por aqui, camino de Algeciras para saltar desde alli a Marruecos, pais del que le gusta menos el paisaje que otros factores que seria imprudente referir ahora. Se empeno en invitarnos a cenar, y con gusto correspondimos a su empeno, por sernos muy querida su persona desde siempre.
Manel Macario fue profesor de historia antigua y amigo de mi padre, con quien se distraia en jugar a las hipotesis arriesgadas en torno a hechos del pasado, pues ambos tenian ideas opuestas sobre muchas cosas, pero un grado identico de capacidad fantastica y sofistica, y aquellos torneos divertian a ambos por igual, y mas aun si se centraban en grandes acontecimientos sobre los que no pesa la documentacion sino la conjetura, pues se les iban entonces las horas en disputas amables, cada cual tejiendo suposiciones descabelladas para intentar descolocar al adversario, que de ningun modo se mostraba dispuesto a dejarse descolocar: «Mire usted, Macario, los jardines colgantes de Babilonia no pudieron ser obra de Nabucodonosor, como quiere la leyenda, sino de la reina Semiramis, que estaba medio loca y que…». Y el otro replicaba, y asi durante horas, y ambos felices, con sus juguetes verbales.
«A las nueve en el restaurante El Faro, ?os parece?», y para alla nos fuimos.
A Manel Macario no lo veiamos desde la muerte de mi padre, cuando vino al entierro, y esos anos le habian hecho bastante mella, a pesar de que mantenia su buen humor, su coqueteria, su gusto por los anillos, su apego al jubilo y esa cualidad difusa -pero tan nitida- de estar de acuerdo consigo mismo, que se le apreciaba sobre todo en su manera de sonreir cada vez que tenia un golpe de ingenio, que el siempre ha derrochado: «Cada vez que como marisco, me siento como Neptuno, de quien solo sabemos a ciencia cierta dos cosas: que tuvo amores con Salacia y Venilia y que tenia muy altos los niveles de acido urico». Y con esas bromas le divierte divertir a los demas, porque el viejo profesor Macario parece levantarse siempre con el pie bueno, y eso que gana para si, y eso que ganamos sus amistades.
Manel Macario nunca ha tenido parte activa en nuestra profesion, aunque ha asesorado a muchos de los nuestros, pero el grado de confianza que mantenemos con el es grande y antiguo; ademas, se pasa media vida pegado a la radio, pues le divierten las noticias insolitas y la letra pequena del mundo, lo que le tiene al tanto incluso de lo impensable, de manera que le referi la operacion coloniense, a pesar de las protestas de tia Corina, que aseguraba que aquello iba a arruinarnos la velada, que hasta entonces discurria por el cauce de la frivolidad, tal vez la forma mas civilizada de la alegria.
El profesor fruncio el ceno para activar su memoria y nos conto que, durante los bombardeos aliados sobre Colonia, tanto las reliquias como el relicario de los Reyes Magos fueron desalojados de la catedral, con tan mala suerte que, apenas recorrer diez kilometros, quienes se encargaron del traslado -entre ellos un archidiacono y un capellan mayor- murieron al pisar una mina la furgoneta en que debian dirigirse a la ciudad de Kassel, en cuyo palacio de Wilhelmshoshe, convertido en museo, tendria que ser ocultada aquella mercancia venerable, segun las instrucciones que recibieron del arzobispo coloniense, que era natural de aquella urbe y que habia acordado el plan con el regidor del museo, pariente suyo.
El relicario medieval quedo maltrecho a causa de la explosion, pero no acabaron ahi sus desventuras. Unos campesinos que corrieron hacia el lugar de la desgracia no tardaron en percatarse de dos extremos, a saber: que los ocupantes de la furgoneta estaban muertos y que su carga era muy valiosa. Los campesinos, tras una breve deliberacion, llegaron al acuerdo de que los difuntos eran unos saqueadores y de que aquella enorme maravilla que transportaban, sin parangon para sus ojos aldeanos, era fruto del pillaje, frecuente en aquellas fechas de anarquia. Quiza con arreglo a esa maxima de moral dudosa segun la cual el que roba a un ladron tiene un siglo de perdon, los campesinos decidieron trocear el relicario para repartirselo, y asi lo hicieron, con herramientas toscas y con tosca codicia, pues tal vez no haya cosa que ciegue mas a los humanos que la refulgencia del oro, y por oro dieron aquella plata dorada.
Cada campesino se fue a su casa con su fragmento de relicario y con una vaga sensacion de haber cometido un sacrilegio, porque a la conciencia solo se la puede enganar hasta cierto punto.
El propietario del granero en que se llevo a cabo el despiece del relicario se encontro con un botin extra: tres rulos de brocado, con ataduras de cordon de seda, que, una vez desenvueltos, dejaron ver un rebujo de huesos y tres craneos, lo que agrado poco a la sensibilidad del campesino en cuestion, tendente por cultura y naturaleza a los panicos supersticiosos relacionados con los difuntos. De modo que el campesino, a falta de mejor arbitrio, decidio inhumar aquellos restos en un prado apartado de su granja, con lo que se le quedo mas serenado el pensamiento.
Pero quiso la fatalidad, tan caprichosa, que justo en el lugar de aquel enterramiento se atrincherasen unos soldados alemanes, y quiso poco despues que estallase alli mismo un obus de mortero lanzado por el enemigo. La explosion dejo semidescubiertas las reliquias, aunque milagrosamente integras, pues no pudo la artilleria con ellas, privilegio que la suerte nego a los soldados que alli intentaban resguardarse de la mano larga de la muerte.
Cuando la infanteria aliada paso por aquel prado en mision de rastreo, un soldado norteamericano, de nombre James Laughton, entrevio los rulos de ricas telas, ajadas por el paso de los siglos, y, advertido instintivamente de su valia y antiguedad, decidio cargar con ellas como recuerdo, por ese sindrome de souvenirismo que afecta a la soldadesca, quiza para ilustrar con fetiches los cuentos que habran de componer en la vejez. A la hora del descanso y de las confidencias, James Laughton mostro el hallazgo a dos amigos suyos, de nombre John Berry y Peter Connolly.
Se dio el caso de que el soldado James Laughton resulto ser de temperamento fantaseador, proclive a los enredos mistagogicos, e improviso para sus amigos una leyenda segun la cual el contenido de aquellas mortajas correspondia a tres heroes nibelungos muertos en batalla, y sus custodios estarian a salvo de peligros, ya que las reliquias tenian rango de talisman, al actuar aquellos desventurados de ayer como protectores de los guerreros de hoy, para asi librarlos de la suerte que corrieron ellos entre las brumas ensangrentadas de la Edad Media, pues se ve que no tenia miedo el soldado Laughton a las distancias historicas.
Una vez contada la jacara, regalo a cada uno de sus camaradas un rulo de aquellos, y con el restante se quedo el. Comoquiera que todo soldado esta predispuesto a aferrarse a cualquier supersticion benefica, por esa cosa malaje de rozarse a diario con la muerte, Berry y Connolly cargaron con aquello en su mochila hasta el fin de la contienda, y con aquel fardo volvieron los tres infantes a sus hogares, que se hallaban respectivamente en Memphis, en Nashville y en Louisville.
Pero si bien aquellas reliquias les habian protegido en sus escaramuzas belicas, se tornaron objetos de desgracia en su vida como civiles. Tanto Laughton como Berry y Connolly, que habian perdido el contacto entre si despues de obtener la licencia, comenzaron a padecer ulceraciones y estigmas purulentos en pies y manos, y su salud mermaba por minutos, pues envejecian en tres meses lo que se tarda tres anos en envejecer. Al principio, cada uno de los ex combatientes atribuyo aquel infortunio a una enfermedad de las tantas que inventa el cuerpo para labrarse su propia ruina y, ante la falta de diagnostico, que los medicos se veian incapaces de darles, alimentaron la esperanza de una curacion espontanea, que es ilusion comun a los enfermos incurables. Pero, en vista de la desmejoria vertiginosa que se cebaba en los antiguos soldados, sus medicos respectivos (impotentes para aliviar siquiera aquella rara afeccion, pues las ulceraciones no cicatrizaban, a pesar de que el medico de Berry hizo incluso que le enviaran extracto de chuchuhuasi desde el Peru) recomendaron a sus pacientes que elevasen un recurso a las altas instancias militares, por si pudiera tratarse de una dolencia derivada de su participacion en la guerra, adquirida tal vez por contacto con materiales quimicos experimentales. Asi que los enfermos se buscaron sendos abogados y se puso en marcha el carrusel.
Por ser muy similares sus expedientes, los tres veteranos fueron citados a comparecer el mismo dia ante un tribunal medico en un hospital militar de Washington D.C., y alli se reencontraron por sorpresa los antiguos compinches de trincheras, envejecidos los tres como por maleficio. Les parecio en verdad cosa de magia aquella coincidencia aterradora, a la vez que les afianzo en la hipotesis de que la patologia que les devoraba tenia origen en su empleo como soldados, pues toda la campana la hicieron codo con codo. Pero el tribunal medico que examino a los tres jovenes estigmatizados no atisbo siquiera la fuente de la enfermedad. Los resultados de los analisis eran los propios de personas sanas, e incluso uno de los medicos, metido a metafisico, llego a decir con la boca chica que parecia tratarse de «una enfermedad ajena al organismo, una morbosidad autosuficiente que ni siquiera necesitaria el cuerpo de los pacientes para desarrollarse», a pesar de que los tres soldados se consumian por horas.
Los abogados, con todo, exigian indemnizaciones cuantiosas para sus clientes en calidad de mutilados de guerra, y se hicieron mas fuertes como triunvirato una vez que descubrieron una secuencia logica y comun para el