decir nada mas. A traves de los cristales del pasadizo, Jacobo vio a su padre sentado muy cerca de tres individuos de veintipocos anos, con jerseis de pico, pelo corto y cara sin senales. Una especie de universitarios, esa clase de gente que da paseos en grupo por la tarde, habla de su familia y se hace vieja con cara de nino. En el Barrio, los llamaban «caralavadas». Jacobo, sin saber como, habia empezado a odiar a los universitarios un ano antes, cuando penso que el podia llegar a ser uno de ellos. Veia la universidad como el colegio definitivo al que van los que tienen familia para ser como su familia, en una continuacion de la cadena de estupidez y cobardia que controla el mundo. No sabia por que mezclaba tantas cosas cuando la universidad se le pasaba por la cabeza, ni por que habia llegado tan deprisa a la conclusion de que aquellos sujetos eran universitarios.
El caso es que su padre estaba alli, hablandoles con mucha animacion, y los otros reian y ponian cara de interes, alternativamente. Jacobo se detuvo en la puerta del comedor. De pronto, le costaba llegar hasta su padre. Le costaba pensar que tenia que sacarle de aquella mesa, porque sabia lo que estaba haciendo en aquella mesa aunque nunca se lo hubiera visto hacer. Tenia una seguridad completa, una seguridad llena de imagenes como la cara de Fermin, la comida sin tocar y tambien la imagen de si mismo parado en aquella puerta con el olor a Christine por dentro.
– Aquella noche le dije al contramaestre: «?Has visto esa nube?» -el padre habia levantado un brazo y senalaba verticalmente al techo-. Es cierto que era una nube extrana, parecida a una cinta blanca en lo alto de la oscuridad. Quiza demasiado estrecha para ser una nube. El contramaestre la miro y dijo: «Eso no es una nube, es la mar que se viene encima». Yo entonces le mire a el y pense que estaba borracho. En cubierta siempre hay un botijo de conac para la sed, el agua no se prueba. Estabamos a media maniobra, virando para echar la red. Cuando de repente se volvio hacia el puente y le grito al patron que habia que jalar, o sea, volverla al barco, ya me quede absolutamente convencido de que llevaba una melopea descomunal. ?Puedo pedir otro?
El viejo habia apuntado con un dedo tembloroso a una copa que estaba a su derecha, en una mesa distinta a la de los repollos, aunque casi pegada a la otra. ?Que habia hecho su padre? ?Sentarse solo en una mesa y despues ir acercandose? ?Les pidio la bebida antes de sentarse o se la fue pidiendo a medida que hablaba?
– Pida lo que quiera. Eh, camarero -llamo un caralavada, apuntando directamente a Jacobo.
Jacobo se quedo quieto y confundido. Se sentia descubierto por estar alli de pie, avergonzado por no ser camarero y estar alli de pie, descubierto y avergonzado porque aquel que les estaba pidiendo bebida a cambio de contarles historias era su padre, mientras el estaba alli de pie y mirando lo que no queria ver.
Por suerte, el que le habia llamado dejo de mirarle enseguida y Jacobo tuvo tiempo de pensar mas tranquilamente en lo que iba a hacer.
– Mientras recogiamos las redes, yo note una cosa rara. El culo habia empezado a temblarme. ?El culo tiembla?, me pregunte a mi mismo -su padre habia continuado hablando con mas animacion que antes, estimulado por el repuesto que estaba a punto de llegar-. Me lo estuve preguntando un par de minutos, mas o menos. No pudo durar mas. De pronto, el barco empezo a subir como si lo soplaran desde abajo, no como si tuviera agua debajo, y a subir y a subir. A subir durante mucho tiempo. Y cuando yo ya estaba seguro de que no podia subir mas, todavia siguio subiendo el doble de tiempo. El patron gritaba: «?Abajo! ?Abajo!». Pero los ocho marineros estabamos clavados a la cubierta. Realmente clavados, como postes.
Jacobo habia empezado a acercarse. Se sentia como si estuviera acechando a su propio padre. Aunque, en realidad, era su verguenza la que le obligaba a moverse con sigilo, a ir despacio.
– Entonces, remontamos. El barco se quedo en la altura, como encallado. Yo tuve la esperanza de que no fuese lo que parecia, una esperanza idiota, igual que todas. Delante de la vista, surgio un horizonte de cintas blancas, muchas cintas blancas hasta la ultima pared de la noche. Y nada mas ver eso, nada mas verlo…
– Padre… -Jacobo le habia puesto la mano en el hombro.
El maestro interrumpio su historia, pero no se volvio.
– Espera, chaval -dijo uno de los caralavadas, con el brillo en los ojos que resultaba de haber bebido ya en proporcion directa al interes por la historia que le contaban.
– Es mejor que te levantes, padre -dijo Jacobo, de todas formas.
Pero el padre ni se levanto, ni hizo intencion de volverse.
– Que te esperes, hombre. Que te esperes un poco -dijo el mismo tipo.
– ?Pero tu no eras el camarero? -dijo el que le habia llamado, riendo como si no pudiera escucharse nada mas gracioso en el mundo.
– Padre…
– Joder, con el crio -mascullo el que faltaba.
Jacobo se pregunto por que no les contestaba, por que su padre no se movia, no hacia nada. El desprecio de los caralavadas, la indiferencia de su padre, eran cosas con las que no habia esperado encontrarse. Como todas las cosas temidas, estas se presentaban sin aviso y de golpe.
– Siga, viejo -escucho de bocas a las que ya no miraba.
Entonces el maestro siguio hablando durante un buen rato y Jacobo siguio en aquel sitio inutil, detras de su padre, sin moverse. ?Por que no podia irse? ?Por que no podia dar media vuelta y escupir unas cuantas palabras? ?Por que se estaba quedando, si tampoco queria?
Se vio caminando con su padre en direccion a la buhardilla, despues de haber atravesado la puerta del Ciaboga y la cara de Fermin que les estaria mirando hasta que desaparecieran de la Ensenada. Se vio subiendo las escaleras, acostando a su padre. Y mientras durase todo aquello, ?que se dirian?, ?que podria decirle? Aquel camino con un padre que no se daba cuenta de su verguenza, con un padre que habia despreciado su verguenza y habia hecho todo lo posible para que la sintiera.
Todavia seguia alli, inmovil detras del viejo que no dejaba de hablar, escondiendo su mirada de las otras caras, cuando Christine aparecio en su imaginacion. El le estaba diciendo:
– Quiero que vengas a donde yo quiera.
10
Quiero que vengas adonde yo quiera -le solto a Christine antes de que tuviera tiempo de dejar los libros en el pupitre.
– ?Ahora mismo? -contesto ella sin impresionarse.
?Ahora mismo? Eso no lo habia pensado. No se habia imaginado que pudiera ser ahora mismo, por la sencilla razon de que no habia esperado que Christine respondiese de esa forma.
– Si -contesto bastante mas confundido que ella.
Salieron del aula, dieron la vuelta al corredor del patio y se encontraron en Rualasal a las nueve de la manana, con toda la ciudad y el tiempo por delante. Al llegar a la esquina, Jacobo se paro. No habia querido decir «ahora mismo», ni habia querido decir un sitio concreto. «Adonde yo quiera» no era un sitio, por lo menos no era un sitio de la ciudad, un sitio planeado. Entonces se dio cuenta de que ese lugar era un lugar donde hasta entonces solo habia estado el y adonde, a lo peor, no sabia llevar a otra persona.
– ?Por que nos paramos? -pregunto ella.
Christine llevaba un jersey peludo y morado de cuello alto, con unas perlitas raras y un anorak blanco, de una clase que Jacobo no habia visto nunca. El resultado, sumando aquella cara que tenia delante, era maravilloso y desconocido para el del pelo cortado a tazon.
– Vamos a la bahia -contesto con una rudeza comparable a su desconcierto.
– ?Con los libros?
– Se donde dejar los libros -volvio a contestar, tratando de sentirse como un patron de pesca en mitad de un naufragio, aterrado y enaltecido a la vez en virtud de los acontecimientos, o sea, del naufragio.
Cuando llegaron al muelle, Jacobo se encargo de que les guardaran los libros en la taquilla donde sacaron los billetes de las lanchas.
– ?Seguro que iras donde yo quiera? -pregunto despues.
– Me lo preguntas tanto que me parece que no sabes donde ir. Asi que no me quedara mas remedio que seguirte -dijo Christine interpretando un suspiro de resignacion y en medio de una sonrisa que Jacobo empezaba a sentir como fatidica por la forma en que se le contraia la parte izquierda del pecho.