– ?He debido morirme en la estacion de Chatelet! ?He debido matarme!

– ?No digas tonterias! -exclamo levantandose de un salto y plantandose delante de mi con las piernas abiertas y los punos en la cintura-. Tu tienes una familia que te necesita y te espera. Tu tienes veintisiete anos. Tu tienes la vida por delante…

– Pero no tengo a Rose-Marie.

– Tu puedes borrar, mas tarde o mas temprano, los malos recuerdos que dejaste en Paris. Si eres un hombre de veras, vete; si no eres sino un pobre diablo, ?quedate! Te ayudare de todos modos, aunque ante el Consul que pidio tu expulsion de Francia y ante la policia francesa seria muy poco lo que podria hacer por ti…

Sonaba rabiosamente un timbre en la casilla del inspector, en mitad del anden. Me aturdio el estrepito de un tren que llegaba por la linea contigua. El que pensaba tomar dejo un reguero de viajeros que no tardaron en desaparecer tragados por los corredores, pero en aquella hora pico de salida de fabricas y oficinas el anden se lleno otra vez. Pasaron dos trenes mas. Unos se dirigian a barrios lejanos, a campo abierto, donde el sol debe banar las altas mansardas grises embadurnandolas con una capa de aceite. Otros se internaran en el fondo de la tierra, como lombrices o gusanos. De aqui parten simultaneamente los trenes de los vivos y los muertos, y me aterra el pensamiento de equivocarme. Pero yo no estoy muerto, ni voy a morir, sino enfermo, febricitante, con el vientre henchido de un licor que se fermenta y destila fuego en mis venas y al chorrear me abrasa la piel. Pasare la noche en un pequeno hotel por los lados de Levallois, en la estacion terminal, y manana temprano llegare a la clinica donde me pondran una inyeccion que me refresque las sienes y me haga dormir, dormir, dormir…

Otra vez me devoraba la sed, pero en aquel anden no habia un grifo de agua que pudiera saciarme. El mundo giraba a toda prisa dentro de mi cabeza y los rieles del tren relucian en lo hondo con un reflejo siniestro. Podria tirarme de cabeza cuando la luz roja del convoy apareciera en la boca del tunel. Acabaria de una vez con estos sufrimientos y sabria exactamente si todavia estoy vivo o si no soy sino un muerto reciente que atraviesa la zona tormentosa en que el espiritu lucha por sustraerse a una existencia nueva, descarnada, descorporalizada, sin aparato nervioso.

Al margen de las perturbadoras impresiones e imagenes que me asaltaban y del pujo que de tiempo en tiempo me mordia el estomago, pense en que tal vez estaba imaginando mas que viviendo una novela. Mi padre arrastrando los pies detras de mi y mi abuela jadeando al lado mio eran supuraciones de mi imaginacion irritada por la fiebre. Si la estacion de Chatelet no fuera sino una encrucijada de la vida y la muerte, si fueran reales y no ilusorios estos tuneles ciegos que se prolongan indefinidamente para conducir a los vivos a la entrada prohibida de la muerte, hace anos que la direccion de los ferrocarriles metropolitanos hubiera demolido estos lugares. Como los marinos que en tierra firme sienten ondular bajo sus pies el piso de la calle, o los aviadores que al descender en picada ven que la tierra les salta a las narices, cuando dejamos de escribir los escritores padecemos impresiones imaginarias. Yo soy un escritor enfermo que padece alucinaciones novelescas. La fiebre me hace hervir el cerebro y lo que yo tomo por la realidad no es sino mi imaginacion que se evapora en fantasmas. Paso otro tren y por mas esfuerzos que hice, mentales antes que fisicos, no pude penetrar en el vagon y quede nuevamente por puertas. Me senti perdido sin remedio. Pense en un segundo de lucidez que si no estaba muerto estaba a punto de morir. El timbre de la caseta del inspector atronaba el anden. La gente se arremolinaba en torno mio. Por encima y por debajo de mi un eco lugubre se multiplicaba en los tuneles y los corredores. El portillon automatico se cerro con un chirrido siniestro. Oi gritos entre la multitud y en mi cabeza estallo un volcan de luces de colores. Pense que, desesperado como estaba, me habia arrojado a la carrilera del metro. El piso del anden subio vertiginosamente hasta mi, golpeandome la frente, y no puedo recordar nada mas porque perdi el conocimiento.

CUADERNO N.° 14

Alas dos o tres vueltas por un camino enarenado que bordea las tapias, me senti muy cansado y me sente en un banco, al sol. Este era apenas tibio. El verano declinaba. Las hiedras manchaban de un rojo de color vino tinto las tapias del jardin. El follaje de los grandes arboles del parque se doraba o se ensombrecia como los camaleones y sus troncos se despellejaban. Tenian el prado cubierto de hojas secas. Por el caminito se paseaban en bata o en pijama unos cuantos enfermos. Una familia -el padre, la madre, los hermanos- rodeaba a un nino con las dos piernas forradas en monstruosas envolturas de yeso. Era una victima inocente del ultimo accidente dominical.

El domingo pude caminar sin ayuda de la enfermera y pase el dia entero en el jardin, anotando cosas en estos cuadernos. Le escribi a mi hermana y le mande una seleccion de paginas para que entregue en el periodico. Le pedi que no me contestara antes de recibir una nueva carta mia con mi direccion en alguna ciudad europea. Le dije que otra vez habia estado muy enfermo pero que la novela que estaba escribiendo -suspendida mientras me curaba- era sencillamente sensacional. No tenia la impresion de escribirla, sino de que se escribia sola.

El lunes anduve por los corredores de la clinica, metiendo las narices en todas partes, dentro de un mundo extrano y deprimente de salas frias y blancas, muebles de hule destenido, cuartos de los que sale rapidamente una enfermera con una aguja hipodermica en la mano, y personas que hablan bajo, con aire funebre, en algun corredor. Un lamento se escapaba por la puerta entreabierta de un cuarto. Colgado al pomo de la cerradura, un cartel advertia que estaban prohibidas las visitas. En el cuarto de enfrente entro un senor con un ramo de rosas y al entreabrir la puerta se escucho el chillido de gato de un recien nacido. Los corredores con su tapete de plastico gris, las enfermeras vestidas de blanco, los medicos que circulaban con tapabocas y guantes de caucho, el carro metalico cargado de instrumentos niquelados que rodaba con estrepito en alguna parte, todo eso me tenia el alma en el puno. Afuera llovia, y no podia salir al jardin. En mi cuarto me ahogaba, y ademas tenia necesidad de hacer ejercicio para fortalecer las piernas.

El martes vino un muchacho del Centro, simpatico y mucho menor que yo, con quien fuimos en taxi hasta las Galerias Lafayette para comprar mis dos trajes. El muchacho -un ingenuo estudiante de ingenieria, gordo y bonachon- me entrego cuatrocientos francos que le habia dado el Padre para mis compras. Consegui un vestido de un pano delgado (seccion de saldos, ropa de confeccion para caballero, cuarto piso) que podria servirme tanto en invierno como en verano. Le dije que por el momento no queria medirme ni buscar nada mas, pues la aglomeracion de gentes y el ambiente caldeado me ponian nervioso. Al salir otra vez a la calle nos sentamos en un bistrot de la esquina. Al pedir una segunda copa de cerveza, el gordo me pregunto alarmado, receloso, si el medico me permitia tomarla. Se enroscaba y desenroscaba un mechon en la mitad de la cabeza, se quejaba de su soledad en Paris y sentia nostalgia de su tierra, de sus amigos, de su familia, de su casa. Queria perfeccionar sus estudios con una beca que le habia dado el gobierno frances, pero regresaria a America lo mas pronto posible. Me envidiaba, pues dentro de una semana, exactamente seis dias -lunes, martes, miercoles, jueves, viernes y sabado, dia en que tomaria el avion a las diez de la noche- estaria de regreso en mi tierra y en mi casa.

– ?No te atormenta la nostalgia? -me pregunto con una sonrisa triste, enroscandose y desenroscandose aquel sufrido mechon en la coronilla de la cabeza. Se escandalizo cuando le dije que sentia una nostalgia al reves y de lugares que todavia no conocia: de las ruinas del Partenon sobre una colina calcinada por el sol; de Estambul reverberando a la orilla del Bosforo y ensartada por el alfanje del Cuerno de Oro; de Napoles que rueda de los hombros del Vesubio hasta el Mediterraneo azul; y de Venecia, tallada en un colmillo de elefante y suspendida sobre una laguna del Adriatico.

– ?Has viajado por todos esos lugares?

– ?Nunca! Mi nostalgia es un producto de las tarjetas postales y los carteles de las agencias de turismo.

El gordo comprendio que yo estaba a punto de pedir una tercera copa de cerveza y me rogo que partieramos. Descendimos las escaleras de la estacion Chaussee d'Antin, con la intencion de seguir hasta el puente de Levallois y tomar un bus en aquel lugar hasta la clinica. Era medio dia y la boca del metro absorbia centenares de empleados que regresaban a almorzar a su casa. Filas interminables se formaban ante los portalones de los andenes, esperando paso. El gordo me llevaba del brazo y yo sentia los gruesos dedos sudorosos a traves de la tela de mi camisa. Le dije que preferia apoyarme en el suyo a que el atormentara el mio con los dedos, pues me sentia todavia muy debil y me mareaba esa muchedumbre silenciosa. Me miro alarmado, me arrastro a un

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